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La casa vacía

Ese día llegué a la hora de siempre, creo que un poco más tarde, no miré el reloj, pero eran como las diez de la noche. La calle se miraba sola, todo era silencio.

Por Lourdes Oporta Suárez

Ese día llegué a la hora de siempre, creo que un poco más tarde, no miré el reloj, pero eran como las diez de la noche. La calle se miraba sola, todo era silencio.

Cuando me acerqué a la casa sentí algo extraño. Saqué mi lamparita para ver el orificio del candado e introducir la llave. Abrí el portón, encendí las luces, entré a la sala, en cada cuarto: Todo lo suyo ya no estaba. Sucedió lo esperado, tarde pero sucedió. No sé por qué no se había ido, si las condiciones estaban a la mano y bien claritas. Lo mejor que podía pasarnos era eso, que cada quien se apropiara de su espacio para vivir y dejar vivir, cada quien a su manera, cada quien con sus alegrías o tristezas, con sus triunfos o sus fracasos, con su risa o con su llanto.

No sé por qué no se había ido, si lo que más sobraba era la perfidia, el recelo, el desprendimiento, los dolores explícitos y escondidos, la palabra pronunciada, la que se dejó de pronunciar. Tal vez se aferró a la costumbre de vernos, de discutir, de no pasarnos palabras o de saber que por lo menos ahí estábamos, que existíamos y por eso no lograba desprenderse. En el fondo tal vez no quería irse, en el fondo tal vez no quería que se fuera, pero era lo mejor.

La última vez me dijo que nunca me dejó de querer, que las cosas podían cambiar y terminar de otra manera, pero yo no aspiraba a que las cosas fueran de otra manera, ni me interesaba si me quería o me había dejado de querer. Nadie está obligado a quererte o estar con vos toda la vida —comentó un día mi madre—. Enfatizó en que las personas quieren y dejan de querer y que en la vida no todo es color de rosa.

Me senté y lo recordé todo: El antes, el después, el ahora. Quise llorar, pero acomodé cada lágrima en su lugar. Nunca valió la pena llorar. No valía la pena llorar ahora. Me acordé de voltear la página, de ignorar el pasado, aunque no había nada que añorar, ni qué recordar, ni qué lamentar, porque nada había perdido.

En ese trance me llamó mi abuela y le conté todo. ¿Por qué no amarran el hilo? —me aconsejó—.

—No me importa ningún remiendo— le respondí muy segura. Realmente para qué, si ya esperaba que ese hilo se soltara.

De pronto sentí un vacío y me atrapó la tristeza. Busqué ansiosa en toda la casa. No estaba Tino. Todas las noches me esperaba en el portón, a una cuadra me sentía y empezaba a ladrar. Me saludaba moviendo la cola, se asía a mi cintura; era la forma de expresar su amor y su agradecimiento. Esta vez no pude regresar las lágrimas a su lugar, su ausencia me dolía. Así me sentí con la muerte de Guta. Cuando no salió a recibirme y divisé la crucecita en el fondo del patio, ya sabía lo que había pasado.

Noviembre 2010.

La Prensa Literaria

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