A la casa pintada de blanco blanco, contiguo al almacén que vende malos pensamientos, le ha diagnosticado un facultativo una enfermedad en fase terminal, quien recomendó no intervenirla quirúrgicamente y más bien ser tratada con faumentos de trementina en la techumbre; vapores de manzanilla en las lánguidas paredes, tres veces al día; y pulir semanalmente el piso con cuita de gallina virgen. También enjuagues anales —asientos— en bacinica enlosada, con leche de vaca recién parida. Estos adelantos médicos, publicados en la revista Mecánica Popular, no surtieron el efecto deseado por los familiares, y desde entonces —hoy ya cien años— le permitieron el concubinato público con su vecina, que solo recetaba malos pensamientos.
(j.a.a. / Oct. 2003)
Los años, meses, semanas, días y horas, toda la familia, incluido decenios, milenios y hasta las eras tatarabuelas vestidas de hielo, chorreadas las piernas y las greñas desaguando en el ombligo; sentadas —formalitas— sobre un pentagrama de recuerdos. Con voz de tinieblas y rencores al ritmo del Big Beng, grababan en la vitrola de los ADN la teoría de la relatividad, perfumada por ecos que el aire disipaba en los fósiles acantilados de la memoria.
(j.a.a. / Oct. 2003)
La noche ya canosa, sorda de gallos madrugadores y desmemoriada, olvidó la leontina que guardaba en un agujero negro, bajo su almohada de tiempos y pesares; las horas sin cronómetro, sueltas, alborotadas y juguetonas, en vuelo fugaz la estrellaron contra el sol y dio a luz a su primogénito: El Insomnio Cósmico.
(j.a.a. / Oct. 2003)
La gota de agua que se precipitaba del tejado, de pronto se sintió aterrorizada de lo vertical que era su caída segura hacia la muerte —contra el pavimento— y decidió detenerse, congelando espacio y tiempo en sus pupilas, fijas, atrapadas, entrampadas, amalgamadas en el rayo de luz que desprendía altanera la luminaria de la esquina, y que tantas veces la había atravesado, preñándola de prismas, cristales y arco iris.
(j.a.a. / Oct. 2003)
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