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Músicos docentes

No son pocos los que merecen ser reconocidos en el ejercicio simultáneo de la composición y de la enseñanza. Uno de ellos Joaquín Rodrigo. Pero ninguno como el español Federico Pedrell (Tortosa 1841, Tortosa 1922) en cuanto a dedicación y energía docente.. Él es el profeta en el altar de la pedagogía con énfasis en la investigación y la divulgación de la música originaria de su tierra.

Por Joaquín Absalón Pastora

No son pocos los que merecen ser reconocidos en el ejercicio simultáneo de la composición y de la enseñanza. Uno de ellos Joaquín Rodrigo. Pero ninguno como el español Federico Pedrell (Tortosa 1841, Tortosa 1922) en cuanto a dedicación y energía docente.. Él es el profeta en el altar de la pedagogía con énfasis en la investigación y la divulgación de la música originaria de su tierra.

¿Suena Federico Pedrell aunque sea en el ambiente nominal de los furtivos y necrológicos discursos? ¿Está su nombre prendido en el fausto selectivo de las enciclopedias con el espacio que su intensidad justifica? Ni en vida tocando el arpa de su soledad corrió la gota pródiga sobre las fuentes que alzó con autodidactismo sostenido y vindicativo.

A ningún director de orquesta se le ha ocurrido programar en los años de su ausencia —ni aún en los que le correspondió vivir— fragmentos dispersos de sus obras dentro de las cuales sobresale la ópera italianizante, el perfil de un Weber en boga, las muestras dejadas en las que timbra la antigua polifonía española, su cancionero musical popular, mucho menos que se hayan pintado en los escenarios las efigies emblemáticas de los Pirineos y de La Celestina.

La excepción, por la celebridad de su nombre, que lo ha rememorado es el también escritor y pedagógico, además de celebrado compositor, Manuel de Falla, cuyo Sombrero de tres picos sigue luciéndose tanto en el tablado como en el celuloide, pulsación de exquisitas fantasías. Los tributos a la excelencia se deben también a Isaac Albeniz y a Adolfo Salazar.

Se hizo gala repentina y frustrada con motivo de la celebración del Primer Aniversario de su nacimiento en 1940 pero el proyecto murió al nacer debido a la proliferación enconada de la crítica conservadora que lo maldijo al solo anunciarse la formación del comité de ilustres que influidos por la sátira, no pudieron echar ni segunda en el ritmo de la evocación.

Loable fue —y eso debe reconocerse— el testimonio al parecer aislado dejado por Pedro Luis Estralgo “un estupendo y acucioso repertorio” no obstante con reservas para las raíces sembradas por el maestro. ¿Por qué la reacción contra el destinatario, merecedor de que, difunto, se le premiase como lo que efectivamente fue? Por haberse salido de los linderos del regionalismo y ya no se diga del estricto y apasionado nacionalismo, por haber relacionado la influencia internacional de la cual provenían Wagner y Weber, con los entusiasmos contemporáneos de la plaza citadina llena de pan y de toros, por haber visto su proclama de fusión cultural bajo el prisma de su perseverante romanticismo. El hecho de haber anticipado su afecto con esas tendencias por supuesto no lastimaba su culto racional y pleno de admiración por la música española a la cual enriqueció con su estilo y su originalidad.

Pero también un nombre puesto en el camino de su vida le engendró desafectos: Richard Wagner al que siempre admiró porque era un pensador con abanico ancho y libérrimo. El concepto suyo partió de la escuela histórica, fundada, equitativa, ajena a los fangos egocéntricos de la exacerbación. Que su universalidad haya dependido en parte del movimiento wagneriano le trajo consecuencias que siempre supo enfrentar con argumentos.

Wagner puesto en la “lista negra” de los judíos rancios, solamente porque su música, principalmente su “Enzo” encendía de furor nacionalista los soflamas de Adolfo Hitler a quien se le atribuía esta frase: “Yo tengo que oír primero a Wagner para decir un buen discurso”. Un ilustre violinista llegó una vez a Israel con orquesta sinfónica. En nombre de la reconciliación puso una obertura de la Tetralogía en el programa. Por poco le quiebran su costoso instrumento, un Stradivarius de irrefutable linaje. La sola mención del alemán produjo el repudio..

Ninguna culpa tuvo el compositor de que Hitler lo haya escogido para ser el dios de su iluminación con silueta de musa, el héroe sonoro de sus pasiones. Nadie hizo en el momento de cuestionarlo un estudio profundo y objetivo —detalle por detalle— del porqué se produjo tal influencia en Pedrell para que se le haya sacado de la inserción selecta y hasta incluso de la libre y no discriminante popularidad que nace de la calle espontánea y no de los tribunales inquisidores. Para compensar en el generoso baño de “las aguas tibias” se le puso como erudito, como un docente identificado con las profundidades de la sabiduría. Docto pero no compositor.

Hay una colección cumbre de Pedrell que una vez testifiqué personalmente en una exposición de música de España de la generación del 98 en la Universidad Complutense de Madrid en ocasión de celebrarse un seminario sobre periodismo científico: El Cancionero. Es un compendio de modalidades ajeno a la insuficiencia archivera, una diversidad estudiada e investigada del folclorismo español. Ahí mismo se le adjudicaron sus cualidades de investigador.

Pedrell pudo ser más que comparsa en el ruido del cisma catalán. Se sentía como confinado en Madrid. Uno de los que tuvo frases para su itinerario fue Adolfo Salazar: “Yo no veo la posibilidad de hacer oír las obras de Pedrell en nuestros teatros a menos que las querellas políticas se pongan en fuego creando en torno de su nombre una especie de irredentismo regional”.

Eran los tiempos en que la zarzuela — mixtura de tonadilla española y de ópera italiana— era una marca auténtica de España de consumo interno, poco trascendente más allá de sus fronteras. Fue en esas circunstancias de limitada lucidez internacional que llegaron a los cielos de ese país Los Pirineos y las ilustraciones pedrelianas en las cuales están expuestas las teorías que el mismo llevó a la realidad con una conclusión que lo enaltece. “El carácter de una música auténticamente nacional no se encuentra en la canción popular y en el instinto de las épocas primitivas, sino en el genio y las obras maestras de los grandes siglos del arte”.

Es efecto de la justicia, aunque tardía, que se le valore en la actualidad como un artífice del evento nacionalista fundamentado en la importancia que tiene el valor estético universal.

La Prensa Literaria

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