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Patrice Venayre. LA PRENSA/Cortesía.

Por el otro lado del espejo

En una pequeña isla nicaragüense en el mar Caribe, vivía una pareja de ancianos descendientes de la tribu Kukra. Llevaban una vida tranquila en una cabaña aislada, cerca de una playa inmensa, lejos de su comunidad. La anciana se ocupaba de las cabras y de las gallinas, cultivaba un poco de maíz y algunas verduras que crecían fácilmente

Por Patrice Venayre

Mitad del Siglo XIX

En una pequeña isla nicaragüense en el mar Caribe, vivía una pareja de ancianos descendientes de la tribu Kukra. Llevaban una vida tranquila en una cabaña aislada, cerca de una playa inmensa, lejos de su comunidad. La anciana se ocupaba de las cabras y de las gallinas, cultivaba un poco de maíz y algunas verduras que crecían fácilmente

entre los mangos, los aguacates y los guayabos.

Él, a pesar de su edad, todavía salía a navegar en el mar para tender sus redes en los rincones secretos que, en otros tiempos, fueron enseñados por su padre y en lo sucesivo, conocidos por él solamente. Regresaba de allí siempre con cestas llenas de peces o de langostas que vendía fácilmente en el pueblo. Con el dinero obtenido, compraba cositas para satisfacer las modestas necesidades de su pareja y hasta a veces, una botella de vino de palma o un pequeño obsequio para su mujer.

También él tenía la costumbre de salir a caminar en las primeras horas del día solo, sobre la playa. Las olas, durante la noche, dejaban allí regularmente objetos extraños echados o caídos de los barcos o derivando de otros lugares más o menos lejanos. Echaba estas varias cosas en un saco de lona y clasificaba, después, sus tesoros con cuidado en una cabañita donde su mujer jamás penetraba. Allí, examinaba durante horas los trozos de cordajes con nudos complicados que él trataba de comprender, pedazos de maderas de esencias desconocidas, flotadores de corcho, a veces una botella de vidrio espeso coloreado que contenía un poco de aceite o de alcohol. Su colección heteróclita ocupaba hasta el menor rincón de la cabañita.

Una mañana él descubrió una pequeña caja de madera, encallada en la arena, con la misma inscripción en sus cuatro lados: “Santa-Melanea”. Estudió estos curiosos dibujos, repetidos con una similitud perfecta, y estuvo seguro que se trataba de un mensaje que le fue destinado.

Quitó la tapa con la lámina de su cuchillo. En el interior de la caja, parte de ella rellenada por agua arenosa, encontró pedazos de tela fina, una pistola con sus piezas de hierro sarrosas, fajos de papeles remojados y fragmentos de vidrio. A su regreso, le mostró el descubrimiento a su mujer quien dio la vuelta, como siempre. Ella pensaba que las reliquias traídas de la orilla estaban cargadas de desgracia, como son los objetos sacados de las sepulturas.

El anciano, decepcionado por la inmutable terquedad de su mujer, se encerró en su cabañita e inventarió el contenido de la caja. La pistola, a pesar del sarro, estaba en buen estado y la madera de la cacha redondeada parecía sana. Jugó con el gatillo, como un niño se divierte con un juguete. Cogió los pedazos de tela muy fina, los desplegó, los alisó a la mano y los puso a secar. Sus viejos dedos regresaron al fondo de la caja y tomó los fragmentos de vidrio opacos que el miraba por todos lados. Un fragmento parecía difundir un poco de claridad. Lo secó contra la palma de su mano y fue golpeado con estupor:

– ¡Papá!

Allí, entre sus dedos, tenía la cara de su padre. Él lo miraba, tan asombrado como él. Se fijaron largamente. El viejo sintió sumergirle la emoción y vio los ojos de su padre llenarse de lágrimas.

A partir de este día pasó su tiempo en la cabañita donde se encerraba apenas comía su papilla de maíz.

La vieja observaba tristemente su cambio. Él perdía el apetito, casi no hablaba, ya no iba más sobre la playa por la mañana y, cuando él salía azorado de su retiro, su cara reflejaba una expresión de ensueño muy extraño. Al principio ella pensó que la caja famosa debía contener el maleficio tan temido, luego sospechó alguna historia con una mujer. Se abstenía bien de decir el menor reproche o de pedir la menor explicación.

Una mañana, decidió resolver el enigma. Con mucha insistencia, y con pretextos falsos, convenció a su pareja, por fin, de ir a pescar. Tan pronto como vio la barca alejarse de la orilla, corrió hasta la cabañita. Buscó sin saber lo que buscaba en el baratillo del viejo y localizó por fin la caja disimulada bajo los pedazos de una tela fina. En el interior, sobre un nido de hierbas secas, había un pequeño paquete de tejido, celosamente envuelto. Lo deshizo con cuidado y sacó un pedazo de vidrio que examinó. Su cara se petrificó:

– ¡Una mujer! ¡Estaba segura de eso! ¡Pero es una anciana!

La Prensa Literaria

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