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LA PRENSA/ AGENCIA

Oskar Adler: crítico y ejecutante

Oskar Adler fue un discreto y profundo conocedor de la música. Nacido en 1875 (ignoro el año de su muerte) contemporáneo de Thomas Mann, concentró sus esfuerzos para responder con acierto invulnerable la honrosa responsabilidad de organizar conciertos populares en las escuelas nacionales superiores de Viena y de planear con sed de filantropía cultural —médico y no por añadidura— cursos de enseñanza sobre música.

Oskar Adler fue un discreto y profundo conocedor de la música. Nacido en 1875 (ignoro el año de su muerte) contemporáneo de Thomas Mann, concentró sus esfuerzos para responder con acierto invulnerable la honrosa responsabilidad de organizar conciertos populares en las escuelas nacionales superiores de Viena y de planear con sed de filantropía cultural —médico y no por añadidura— cursos de enseñanza sobre música.

La lectura de su libro Crítica de la Música Pura que encontró tropiezos para prenderse en el faro de la difusión pública por razones de la burda materialidad, aún en los siglos iluminados, es ahora motivación en los conservatorios. Empero su nivel de especialista y diestro en la ejecución de la música de cámara y sus dotes de pedagogo, parangonado con la categoría de solista de la palabra en la educación musical, uno de cuyos ilustres modelos fue el sinfonista Antón Bruckner, lo convierten en un autor de renombre, subestimado por los círculos tupidos de la obstinación conservadora.

De sus conferencias emanó la teórica tentación de introducir con las primicias del intelecto y de la filosofía, el significado de la música de cámara, ésa que invadió de miel las orejas de los reyes en la privacidad nocturna, utilizada en acoplamiento con el temperamento anímico respectivo. Unos usándola como instrumento adormecedor en noches de involuntaria vigilia, como una terapia para sentir la deidad de la paz, otros para vivificar las pupilas, aprovechar el mutis en el cual no prolifera el vocerío diurno, impidiendo la fruición contemplativa y el gozo de exprimir las notas exclusivamente dedicadas. En otros casos —pompas del amor— para inspirar el eje sensual de los cortesanos..

Ahora ya no es esa música, sólo para la cama de la nobleza sino para el teatro, y no para el proscenio selectivo sino para los “kioscos” abastecidos por la sonoridad popular, al aire libre, en los parques donde en domingos la orquesta abre la gratuidad para que todos la disfruten, sin la traba de los boletos.

Así tuvieron repercusión los adagios de Albinoni, junto a los de Vivaldi y Marcello, los apelativos deslumbrantes de la Venecia de siglos, el arte de la fuga de Juan Sebastián Bach capaces de ser ejecutadas por un cuarteto de cuerdas. Adler se encargó de demostrar con su destreza reprimida por la intolerancia en su cátedra popular que las 22 fugas sin puntualización específica de instrumentos no fueron “una mera obra teórica”, el canon y la giga de Pachelbel, los cinco movimientos para cuarteto de cuerdas de Webern, los grossos de Corelli, pasando por todos los tiempos y coincidiendo con la atmósfera renovadora de Mozart, Schubert, Haydn cuyo “poco adagio cantábile” es el viejo himno nacional austríaco, de Mendelssonhn, de Brahms, de Schumann, de Beethoven cuyo Septiminio —de cámara siempre— ventila, le da frescor a las piezas mozartianas.

Toda esa música faltando mucha por ampliar en el detalle relevante, fruto de la contemporaneidad testimoniada y la de tiempos atrás como las compuestas en la época barroca, fueron sistematizadas por este notable autor y crítico cuya memoria parece ingratamente opacada en el transcurso añoso, posteriores a los de su existencia y por los mismos de su incomprensiva aceptación a tesis que bien calzaron en la evolución de la técnica y del concepto de suavizar el rigor para hacerlas asimilables en las ubicaciones marginales ignoradas por el exclusivismo, por cuanto Adler no sólo fue crítico puro y sincero, no sólo didacta, no sólo galeno —científico pues— sino músico a quien vale traer a la retentiva y la reminiscencia a propósito de la inclinación equivocada de las nuevas generaciones en cuanto a la percepción del arte pulcro.

Adler es a veces un memorista pentagramático, un restaurador de concepciones perdidas en el laberinto epocal. Estuvo unido en íntima amistad con Schonberg ante cuyos ojos llegaron las páginas del libro cuando el tema de la educación musical penetraba sólo en las universidades o conservatorios de postín. Viéndolo como filósofo —otra de las ramas de su tronco versátil— tampoco podía inadvertirse en él las influencias de Kant y de Schopenhauer, auto-fotografiado en su explicación por entusiasmos no totalmente compartidos con esos ilustres pensadores de los que no escapa según versión propia su crítica al serial de sonidos armónicos concomitantes, resuelto también a no coincidir en ciertos pasajes con el manejo de la dodecafonía.

Pero lo más digno de reconocer en el fervor intelectual y formador de este hombre es la sensibilidad de dirigir el mensaje a los desposeídos de la cultura, del conocimiento incluso básico de quienes postergados por la lacerante discriminación, no la han recibido, su constancia en estar presente en la periferia, en los barrios y las plazas obreras donde muy escasamente son escuchadas las notas refinadas que algunos compositores concibieron para endulzar las recámaras de la clase opulenta en un entorno en el cual obligaba el predominio de la realeza con su azul en las venas y la preponderancia invariable de la sucesión en el poder.

En ese sentido Adler no sólo es el maestro, el astro revolucionario de la teoría, sino el organizador de los conciertos informales por cierto heredados a otros posteriores florecimientos. Él se aprovechó del interés por ellos en Viena, la capital del auge clásico. Ahí proliferó y se incrementó su base, fundamentada en la ciencia y el arte. Porqué separarlas si la unión es útil para la humanidad viviente.

El libro fue durante mucho tiempo un precioso durmiente en las gavetas de su escritorio. El mismo como tantos victimados por la frustración inmerecida y el complejo pusilánime de ser mal recibido en las élites del pensamiento en las que tanto fulguran las ovaciones internas y los “elogios mutuos” y la posibilidad de destrozar al advenedizo por no orbitar en sus redondeles. Lo puso en la luz un compositor de la talla de Hugo Kauder al pronunciarse favorablemente después de hojearlo: “Esta obra tiene que ser publicada”… Con el atenuante de una opinión de Schonberg: “Éste es el libro que yo hubiera escrito”.

No ocultó al salir del recodo inédito su introducción al pensamiento esotérico, al misterio de la música. Deducciones paridas por la propia, genuina inspiración algunas veces emanadas del inescrutable subconsciente.

Cuantos Adler (a él le correspondió Europa) necesitamos en esta América Latina y yendo por los rumbos intestinales, en nuestra Nicaragua, para que nos den más de 100 conciertos gratuitos de la música pura que el propio Adler organizó y ejecutó con el acompañamiento solidario de los voluntarios de su tiempo.

La Prensa Literaria

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