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LA PRENSA/CORTESÍA.

– Grabados Francisco Toledo

Una muestra de cuarenta de los trabajos del Francisco Toledo, pintor y maestro del grabado que se exhiben hasta el 4 de abril en el Convento San Francisco en Granada

Carlos Ortega Guerrero

Rompiendo el silencio desde las entrañas milenarias de México, como la erupción de un árbol de tronco ancestral y hojas sabias libres ganando su derecho a la ventisca entre los caminos del aire, la obra de Francisco Toledo ofrece sus frutos visuales todavía llenos de tierra y ya preñados de luces liberando sombras.

Indio oaxaqueño, enraizado en la magia montaraz de sus ancestros con los cabellos entregados a la electricidad de los altos vientos, hombre de profundo sigilo reticente y manos huesudas laboriosas, comprometidas en faenas de medios tecnológicos y prestidigitación rupestre, el artista —de este modo radical— trae en los pliegues de su manta blanca la atmósfera de siglos de sentir el mundo que sus antepasados plasmaron en Montealbán y en las estructuras arquitectónicas de la sierra mixteca, y después de transformarla la distribuye en dádiva sin ostentar los efectos de encantamiento que produce.

Las grecas de Mitla resuenan en sus incisiones gráficas y cobran vuelo en ellas; la niebla de las montañas del nudo mixteco —más que cruce: encontronazo nuclear de las cadenas montañosas que dibujan los perfiles de México— humea, como el chocolate caliente que en aquellos lares se acostumbra a consumir en plato sopero antes de la comida, en las imágenes reveladoras que con sus pinceles va sembrando como signos oraculares en las plazas del tiempo.

Mas con toda esa raíz manifiesta, la obra de Toledo tiene el halo revelador de una epifanía y conduce su decir a través de un lenguaje de abierta —aunque ceñida— contemporaneidad. El artista encara sus materiales en un diálogo en el que ellos tienen plena libertad de asumir la forma de su existencia en el universo particular de cada obra. De ahí la atmósfera terrosa y humeante que con frecuencia las anima; de ahí la personalísima paleta que juega ora con terracotas y morados, ora con verdes secos y ocres, ora con azules y sepias, siempre bajo el protagonismo de la luz animando —a veces agazapada en cavidades apenas sugeridas— los dominios orgánicos de las sombras.
Francisco toledo, maestro del grabado mexicano.
LA PRENSA/CORTESÍA.

El ritmo es en la obra de Toledo un elemento característico, pero más allá de eso, cumple una función formal esencial; es su manera de expresar que eso que vemos ahí viene de todos lados y vibra convertido en un encuentro en el campo del tiempo como una manifestación cuántica que para los brujos de la sierra oaxaqueña hace siglos no ofrece secretos, salvo el primordial de su misterio. Así, lo que la naturaleza nos ha acostumbrado a percibir como obvio, muestra de pronto los resquicios de una inverosimilitud puesta en equilibrio por la familiaridad de ciertos rasgos y rastros: vemos lo siempre visto de un modo nunca antes visualizado, y estamos como espectadores ante un espectáculo desconocidamente conocido. La repetición de este ángulo de aproximación a las cosas es otra forma del ritmo en la obra de Toledo.

Él mismo transmite en la esquiva imagen de su persona esa vibración, y parece que de toda la energía que ella pone en juego el hombre estuviera quemado, igual que sus objetos y esculturas de cerámica; como si saliera al aire desde un horno profuso y agobiante mientras en el interior aún deliberan sobre los derroteros de la creación los activos elementos convocados, y, ya afuera, el oficiante apaciguara las brasas respirando por un momento —en inexplicable serenidad— el sonido de los grillos y los brillos del agua.

Toledo es una artista figurativo, pero orientado a la expresión, no a la representación; es un creador que inventa visualmente la captación interior de sus imágenes (temprano lo dijo Luis Cardoza y Aragón, el primer nauta crítico —poeta— que se sumergió en su obra con el asombro lúcido que proviene de un entendimiento cordial), y en ese proceso se auxilia sin prejuicio de elementos externos que sirven de eje a la decantación de las formas que libera. La articulación de estas estructuras, de cuño sensiblemente orgánico, con frecuencia trasciende los límites de un solo cuadro. Es el caso de la serie Un informe para una Academia, colección gráfica inspirada en el texto homónimo de Franz Kafka.

Los monos son representados por Toledo en las acciones cotidianas como una forma de ironía.  LA PRENSA/CORTESÍA.

El escritor checo propone una alegoría que ironiza sobre la condición humana: un simio aculturado habla de su proceso de humanización conducida a los miembros —invisibles y mudos, pero que percibimos llenos de azoro— de una institución académica, y tan humano ya es que poco le importa el ser comprendido.

Toledo, que en varias ocasiones ha explorado la zoología y tiene en los animales (tortugas, escorpiones, insectos, coyotes, perros) a protagonistas permanentes en las distintas facetas de su obra (pintura, gráfica, escultura, cerámica), aprovecha la oportunidad para poner en escena a simios que extienden su libertad de acción y activación hacia objetos y medios de la cultura, es decir: humanos. La invención cobra forma como un extraño circo preñado de cotidianidad, donde la burla y el drama tejen una esgrima más natural que estrafalaria.

En el juego, la mano maestra del formidable dibujante que es Toledo introduce el ritmo en la pirueta y el gesto, en la composición de los conjuntos o la presentación aislada de la forma, en el brinco de los ojos, la intención de los miembros y la selva ya levemente acicalada de la pelambre. El efecto es propiamente fantástico: por un momento —lo efímero en el arte proviene de la experiencia de comunión con la obra, parece recordarnos Toledo— atisbamos dentro de un universo del que no sospechábamos, pero que nos marca como el golpe de un puño de tierra ancestral en la mirada distraída que pensaba el mundo como la mera secuencia de las rutinas consabidas.
Sus grabados expresan la angustia del hombre frente a la naturaleza.
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Un toletazo, sí, una sacudida que luego se desmorona como al cabo ocurre con las ideas, las costumbres y los edificios de toda la historia, lo que redunda en la coherencia del vislumbre: sólo por un instante —cada vez— percibimos y entendemos las limitaciones y los límites, y si todos los elementos de la existencia —especialmente los del reino animal— nos remiten a las limitaciones y los límites que son nuestros: las ambiciones y los fracasos humanos, por su proximidad con nosotros los simios lo hacen de una manera que nos resulta particularmente inquietante.

En ese universo intermitente e intermedio, dos finas correspondencias aparecen como la suma de la interrogación que plantea y a su modo resuelve el discurso visual: la imagen que lo abre, donde el mono que se dirige a los académicos aparece como un escribano, es decir: ya un artífice de la escritura, el recurso cultural -la manifestación humana— por excelencia; y la sutil evocación en uno de los grabados de la serie de una de las obras modernas que de mejor y mayor modo expresan la angustia del hombre: El grito, de Edgar Munch. Entre esos dos toques dichos como al pasar, el arco del juego que presenciamos asume su dimensión terrible.

Una de las características de Francisco toledo es la exploración en la figura de los animales.  LA PRENSA/CORTESÍA.

Francisco Toledo es el artista mexicano vivo que goza de más reconocimiento en el mundo. Ha vivido en Londres, París, Barcelona y Nueva York —ciudades a las que vuelve cada vez que su trabajo artístico y cultural lo exige— pero habita en Oaxaca, entre su natal Juchitán (ciudad resguardada en el istmo de Tehuantepec) y la capital del estado en el valle central, donde realiza una labor formidable en favor de la educación cultural y el desarrollo de la expresión artística entre los suyos.

En sus años de formación, la coincidencia cronológica más que la ideológica lo llevó a ser parte del movimiento llamado —por la crítica, más que por los protagonistas— “Generación de la ruptura”, grupo de jóvenes artistas que en mitad del S XX reaccionaron contra la presencia, la herencia y la contundencia de la “Escuela Mexicana”, cuyo canon estaba constituido por el lenguaje y el universo de los grandes muralistas. Tamayo, el otro oaxaqueño universal, fue el puente entre ambos mundos que por la fuerza de su iconografía invitó a los noveles artistas a comprometerse con nuevas búsquedas.

Los pintores de “la ruptura” las exploraron a través de las más diversas vertientes, el expresionismo, el arte abstracto, el informalismo, el geometrismo, la reinterpretación de las raíces primitivistas y de las culturas ancestrales, las secuelas del surrealismo (dos de cuyas más notables creadoras coincidieron con ellos en el tiempo y en el apuntalamiento de la atmósfera crítica propiciatoria que produjo su influjo: Remedios Varo y Leonora Carrington, ambas extranjeras avecinadas en México). José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Fernando García Ponce, Pedro y Rafael Coronel, Manuel Felguérez, Cordelia Urueta, Lilia Carrillo y los más jóvenes Francisco Corzas y Francisco Toledo constituyeron el núcleo de esa pléyade. Su principal aporte, enorme para la plástica mexicana, fue apuntar y desarrollar cada uno un canal expresivo diferente, con altos estándares de calidad.

Informado de todas aquellas vetas Toledo supo asimilarlas, y su camino pronto mostró una fuerza cuya irradiación ganó espacios en todos los grandes centros visuales del mundo; sus obras pasaron a enriquecer los acervos de los principales museos de vocación moderna y contemporánea, y la consolidación de su lenguaje plástico generó el florecimiento de un abanico de expresiones que hoy constituyen, sin prescindir de la individualidad y la libertad de búsqueda, una suerte de escuela que permite hablar de los pintores oaxaqueños como una vertiente señera de las artes visuales mexicanas.

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Pero las contribuciones de Toledo van más lejos: ha apoyado de diversos modos a estos artistas —como ha apoyado invariablemente a los poetas— también mediante la creación de un conjunto de ediciones de gran calidad; ha fundado y puesto al servicio de los creadores y del público oaxaqueño, nacional e internacional galerías, talleres de artes gráficas y museos que han cambiado la fisonomía de Oaxaca y han colocado a la ciudad en el circuito de la actividad plástica latinoamericana; ha instrumentado la conservación del templo de Santo Domingo, joya del barroco mexicano del S XVI, y lo ha convertido en un centro cultural de primer orden, provisto de un hermoso jardín botánico; apoya con donaciones de libros a decenas de bibliotecas en escuelas y cárceles, y, entre otras muchas instituciones, creó el Centro de las Artes de San Agustín en Etla, CASA cultural dedicada a exposiciones, presentaciones y estancias de creadores, así como la Biblioteca para ciegos Jorge Luis Borges, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo y la Fonoteca Eduardo Mata. A su obra ha sumado éstas. obras Francisco Toledo, sí, el árbol ése que le inventa mundos a las formas a través de sus ramas dotadas de manos, el aparecido como si volcán silencioso, expulsado de las profundidades de la tierra, que orea con sahumerios lo que miran los ojos y luego ya sabe y busca la mirada entre las veredas del aire.

La Prensa Literaria

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