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La ciudad de León ha sido fuente de creación e imaginación de escritores, músicos y poetas. LA PRENSA/CORTESÍA.

Mi León de entonces…

Era el día de Santa Lucía en diciembre del cuarenta, cuando curioso traveseaba los juguetes del Almacén de don Jorge Fielder, imaginándome a mis ocho años que recibiría mas de alguno de aquellos ingeniosos trenes eléctricos, con sus estaciones, cambio de bandera, humo y pito, luces y rieles que se armaban al antojo.

Por Róger Fischer Sánchez

Era el día de Santa Lucía en diciembre del cuarenta, cuando curioso traveseaba los juguetes del Almacén de don Jorge Fielder, imaginándome a mis ocho años que recibiría mas de alguno de aquellos ingeniosos trenes eléctricos, con sus estaciones, cambio de bandera, humo y pito, luces y rieles que se armaban al antojo. Noté la presencia de un señor alto, blanco, vestido también de blanco, fornido, cejas gruesas y largas y una mirada intensamente azul, con una sonrisa bondadosa, el señor empezó a jugar conmigo y el tren, se divertía mucho, a pesar de sus años lo sentí de mi edad, nos reíamos a carcajadas… de pronto puso su mano sobre mi cabeza y se encaminó a la puerta de salida, ahí observé a un miembro de la Guardia Nacional debidamente armado, quién tomó del brazo a mi amigo y se lo llevó. El señor alto, volvió la cabeza, me sonrió, levantó su mano, caló un sombrero de fieltro y me dijo adiós. Así conocí a Alfonso Cortés con sus ojos azules, desde su ventana donde “Un trozo azul tiene mayor intensidad que todo el cielo…”

Aquel León de entonces, era mágico. Sus calles empedradas, plenas de sol. Sus noches espectrales llenas de sombras. Sus campanas sonoras, sus procesiones solemnes, sus balaceras cotidianas con mayor frecuencia dominical que nos permitía ver  pasar entre cuatro y cinco de la tarde, hamacas y tijeras donde conducían a los muertos en reyertas hacia el Comando, nosotros los chavalos comparábamos ese domingo con el anterior y apostábamos que éste sería más sangriento que el otro —igual que en las películas de vaqueros.

León tenía personalidades y personajes, generales y barberos tenores, políticos y doctores, maestros y picados, pero sobre todo poetas… Darío y su generación sembraron la semilla y fructificó por mucho tiempo. Antenor Sandino Hernández, Lino de Luna, Alfonso Cortés, Salomón de la Selva, Azarías H Pallais, Juan de Dios Vanegas —su hijo Alí— Santiago Argüello, y tantos otros mayores y menores que bebieron “agua del Pochote” e hicieron de León la leyenda de su poesía.

León tenía un hermoso parque infantil, donde íbamos a patinar, a pasear en bicicleta, a ver a las muchachas bonitas. Ahí hacía mis peripecias y acrobacias sobre mi único patín, me levantaba, me inclinaba, rozaba el suelo con mi ropa, hasta que mi pantalón cedió al frote con los ladrillos y se quemó, dejando al descubierto que yo andaba “cachambuco.”

La risería no se hizo esperar, disimuladamente me coloqué el patín sobre la rajadura y huí veloz hacia mejores horizontes.

Si todavía vivimos en la edad de piedra, entonces nos armábamos con “lajas” para defendernos de chavalos agresivos. Recuerdo que el General Carlos Castros Wassmer, padre de mi amigo Edwin me dijo al llegar a su casa — “qué son esas pelotas que andas en los bolsillos”… yo sólo dije —piedras… general. Haciéndose el serio, me dijo… “Las bolsas se usan para lo necesario, los caballeros no usan zurrones, andá jugá y botá las piedras”

Don Alberto Reyes también general, era una de las personas más generosas y apreciadas de la ciudad, desde su hamaca manejaba la fábrica de confites “La Cartuja”, su licorera en Quezalguaque y su ingenio de azúcar “Santa Isabel” donde mis padres confinados en los dos primeros años de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron su hogar. En León había, como en Managua, una mujer muy popular, apodada “Cocoroca”, todo era oír su sobrenombre y una sarta de insultos salía de su boca, sin embargo cuando llegaba donde el General Reyes, le decía — Si no me dice cocoroca no le acepto su regalo— Don Alberto le daba cinco pesos y le decía —Tomá Cocoroquita andáte tranquila. Mansa como el lobo de Gubia la mujer partía buscando un nuevo pleito.

Pablito Parajón era barbero y tenor, cantaba arias completas con una vibrante voz que sonaba sobre la Calle Real donde Pablito —frente a Prío— tenía su barbería. Leonés Pablito cuando el calor arreciaba, salía a comprar “medio vaso de fresco”, pero echámele bastante hielo para que parezca u n vaso completo, gritaba el tenor con entusiasmo. Entonces en León todavía se vendía media chibola, medio vaso de refresco, medio centavo de queso y medio maduro horneado. La economía andaba por los suelos, pero todo mundo comía y tenía los veinticinco centavos para pagar la boleta para combatir el chapulín y los cincuenta centavos de un impuesto antojadizo llamado “Boleta de Vialidad” para poder movilizarse con plena libertad.

Después de poetas, lo que más había en León eran locos. Cerca de mi casa vivía Pío-Pío, un orate que se creía pollo y su afán era que le aventaran granos de maíz o trigo millón. Un día de tantos lo engañé, tirándole granos de mentira, el loco me siguió, me sitió, no me dejaba en paz, hasta que para mi sorpresa me agarró de la nuca frente al Teatro Municipal. Horrorizado le pedí que no me hiciera daño, en sus ojos vi un rasgo de ternura — no te preocupés— me dijo —no ves que si te hago daño se acaba el juego— y Pío Pío se perdió en la tarde rumbo al Río Chiquito donde solía refrescarse después de las carreras.

Los maestros eran todo una institución. Eran profesores, decanos y rectores de la universidad y al mismo tiempo daban clase en secundaria. El doctor José H Montalbán, don Juan de Dios Vanegas, Ernesto Ruíz Zapata, don Lolo Tijerino para mencionar a algunos sacrificados docentes de buena, o pobre situación económica y social, muchos de los cuales sufrieron rechazo del Club Social, sólo por el hecho de ser casados con señoras de origen chino o mulato. Esta era la parte ingrata de un gran pueblo, luego eso se vino superando, pero fue herida que endureció la guerra y el corazón de algunos combatientes.

Gordiano Herdocia era muy dado a la bebida en alguna época de su vida, un día llegó con sus guaspirolazos al mencionado Club Social, exigente como era, llegó pidiendo de urgencia un par de huevos fritos… ante su condición de tragos, le dijeron que el gerente de apellido Quintero le mandaba a decir que sentía mucho pero que en ese momento no     habían huevos en la cocina. Gordiano exigió el libro de quejas para asentar su protesta, al llevarle el libro Gordiano escribió… “Quintero no tiene huevos” y abandonó el club campantemente.

Era obligatorio según los reglamentos, entrar de saco al Club de León, una vez adentro los visitantes se podían quitar el saco si así lo deseaban. En un perchero estaba colgado un saco sucio y arrugado, Chepito era un mesero atento y conocedor de todos los socios, al grito de Chepito tírame el saco, Chepito se asomaba a la ventana que daba a la calle y dejaba caer el saco con precisión. Así se podía entrar al Club sin contravenir la disposición exigida, con un saco a veces grande, otras estrecho, largo o corto, pero siempre arrugado, feo y sucio.

Todos los colegios, aún están vigentes, El Beato Salomón ahora la Salle, El Seminario San Ramón, centenaria institución con más de trescientos años, el Instituto Nacional de Occidente, prestigioso centro que con la docencia de los españoles republicanos, inició la transformación política y social de Nicaragua, han sido modelos de enseñanza y centros de formación de muchísimas generaciones. Yo estuve en los tres. Lo que más me gustaba del Beato, eran el Salón de la taxidermia, me causaban asombro los animales cuidadosamente tratados, eran de una pasmosa realidad. Pero mucho nos gustaba el recreo cuando nos llevaban refrescos y bocadillos cuidadosamente elaborados, pero mejor servidos por manos de jóvenes llenas de vivacidad, morenas preciosas donde intuíamos en sus ojos la simpatía que sentían por algunos de nosotros y se iban despertando nuestros instintos masculinos.

El doctor Delbishire, era otorrinolaringólogo graduado de la Sorbona de París. Armado de valor decidí visitarlo a mis ocho años de edad —vení mañana sábado a las ocho que te voy a sacar los adenoides. Asistí inocentemente a la hora convenida y sin agua va, sin anestesia y sin la presencia de mis padres comenzó su faena. El día antes donde las niñas Urbina que eran las que me cuidaban a falta de mis padres, alerdeaba de mi famosa operación. Sostenía nerviosamente sobre mis manos un riñón de peltre, mientras dos hilos de sangre corrían sobre mi rostro provenientes de mi nariz… la puerta del despacho del galeno se abrió violentamente y de milagro mi padre apareció… déjelo doctor le dijo con una voz de mando que paró al doctor en su trabajo… sólo me falta un adenoide dijo Delbishire… —déjalo ya o no respondo. El doctor dijo, la operación es un éxito, compren sorbete donde Prío y que coma hasta mañana. Mi padre cubrió sus honorarios y presuroso me tomó de la mano… al salir me dijo — hijo que hiciste, no ves que ese doctor está loco.

Yo estaba feliz, aprendí la palabra Otorrinolaringólogo y ya sabía lo que era ser operado.

No se puede hablar de León sin mencionar su antigua celebración de la Semana Santa, León se vestía de corozo y de chicha en la iglesia de San Francisco, el martes era día de estrenos de ropa, serpentinas y confeti que desde la terraza del Club Social dejábamos caer a las muchachas de entonces. Las alfombras de Subtiava, la solemnidad del jueves y viernes santo y la explosión de alegría el Sábado de Gloria cuando las campanas volvían a doblar un día después de aquel viernes doloroso, de riguroso luto y de caras apesadumbradas.

Puedo seguir contando mi niñez en León, ahora solo lo visito para comprar queso asado —de los mejores del mundo… la charrasca, el chancho rojo, los maduros horneados, los picos de las Salamanca, las galletas de horno de patio, los buñuelos de Guadalupe, las empanaditas de maíz, el fresco de cacao donde las Sáenz, porqué parece mentira, pero en mi paladar guardo los recuerdos de entonces.

LA PRENSA/ARCHIVO.

La Prensa Literaria

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