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Pinturas de Lucian Freud. LA PRENSA/ARCHIVO.

La venta de azules

El niño venía por el parque jugando con su sombra, saltando los ladrillos adornados con la rayuela, pero se sentó en una banca, cruzó la canilla, y después de descansar un rato, sacó una bolsa con unos raros azules y empezó a ofrecerlos al público. Allí en el parque, después que se oyó el pregón de la venta de azules, la gente se arremolinó en torno al muchacho que tenía una extraña mirada de esperanza.

Por Pedro Alfonso Morales

El niño venía por el parque jugando con su sombra, saltando los ladrillos adornados con la rayuela, pero se sentó en una banca, cruzó la canilla, y después de descansar un rato, sacó una bolsa con unos raros azules y empezó a ofrecerlos al público. Allí en el parque, después que se oyó el pregón de la venta de azules, la gente se arremolinó en torno al muchacho que tenía una extraña mirada de esperanza.

—¡Me va a querer, señor, señora, señorita, abuelo de mi tierra linda, aquí tengo azules, grandes añiles, medianos azures, pequeños marinos, cerúleos, índigos, garzos, azulones, azulitos, azulados y encantadores para todos!— pregonaba el muchacho, mientras se levantaba, tratando de hallar una salida entre la muchedumbre.

Un hombre flaco y mechudo, cabellos crespos y largos, que estiró bien el pescuezo, se asomó entre la gente y después de observar bien al niño por un tiempo y, pensando que los azules podrían ser de buena ventura para su vida, le dijo al muchacho:

—¡A ver, chavalo, véndeme un azul!

El chavalo sacó el azul de la bolsa, se lo entregó al hombre flaco y mechudo, y recibió los veinte pesos que valía el azul. El hombre tomó el azul y lo vio como si no lo viera y lo pasó por su nariz para saber qué olor tenía y alegró su entrecejo y su mirada desorbitada. El hombre se fue cantando con su azul y tan contento iba, que no se fijó que el azul se le iba desparramando en la calle.

—¡A mí dame cinco!— pidió una muchacha.

—¡A mí dame diez!— suplicó una señora de edad.

—¡A mí dámelos todos!— pidió un señor de sacó y corbata, y los guardó en una valija que traía llena de papeles, detuvo un taxi en la esquina y desapareció en la calle sur.

El chavalo vendió todos los azules y la gente empezó a retirarse a sus ocupaciones, tal vez molestos, porque no lograron comprar un trozo azul de humanidad. Todos se fueron tristes, quizás, porque pensaron comprar uno o varios azules para llevarlos a sus casas.

—¡Regresa pronto con más azules!— le pidió un joven al niño.

—¡Tener un azul es como abrigar el cielo y la mar con la mano! — dijo otro muchacho.

De la venta, obtuvo una hermosa ganancia que guardó para sus ocurrencias de niño entusiasta. Así, todas las mañanas, antes de que el sol saliera, contaba azules suficientes, los echaba en una bolsa y los vendía en el parque. Allí, la gente lo esperaba desde temprano para comprar más azules y alegrar sus vidas.

La Prensa Literaria

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