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LA PRENSA/Agencia

En noche de miércoles

Se acomoda la blusa. Se abotona el abrigo. Paso lento, las manos en los bolsillos, la vista al cielo Neón. Una vista a los alrededores. Las manos por la nuca. Si sirviera de algo, se llevaría compañía a casa esta noche, pero los revolcones con extraños no ayudan a aliviar la soledad, ni siquiera cuando el extraño viste abrigo azul, tiene manos agotadas y anota sus datos en el reverso de un boleto.

Por Claudia Hernández

Se acomoda la blusa. Se abotona el abrigo. Paso lento, las manos en los bolsillos, la vista al cielo Neón. Una vista a los alrededores. Las manos por la nuca. Si sirviera de algo, se llevaría compañía a casa esta noche, pero los revolcones con extraños no ayudan a aliviar la soledad, ni siquiera cuando el extraño viste abrigo azul, tiene manos agotadas y anota sus datos en el reverso de un boleto. Caminar tampoco ayuda gran cosa. Las ciudades ajenas suelen tener calles más cortas que el tiempo que le sobra a quien está de paso y anda sin prisa. Ordena un café grande para llevar.

Desabrocha su mejor sonrisa para que la pareja sentada junto a la ventana la invite a compartir su mesa. No logra congraciarse con ella. Debe tener aliento a desvelo. Mejor regresar pronto. La temperatura va descendiendo. Paga el importe. No hay música en las calles. Tampoco niños. Los que están solos reparan en demasiados detalles. No tiene sueño. Es temprano. La habitación no tiene televisor. Ni ventana. Debió haber sido una bodega. El papel tapiz fue mal colocado. Es tarde. A veces quisiera muchas cosas: ser diestra en algo, no recordarlo todo, llamarse Eugenia y tener los dedos cortos. No se puede todo en la vida. No se puede mucho a veces. Debió haber comprado algo para comer y una crema humectante.

Tiene entradas del teatro para mañana y el jueves. Mañana tarda demasiado en llegar. Si fumara, sentiría el tiempo aún más largo. Intenta dormir. Se mira los pies ásperos y con las uñas sin brillo. Siempre olvida barnizarlas. Contra la aspereza, herencia de la madre de huesos porosos, nada puede. Se da la vuelta. Otra. La noche mejoraría con una almohada extra. Se la solicita al casero. No tiene más. Tampoco tiene libre una habitación más grande ni la tendrá por el resto de la semana. Tal vez el próximo mes. Le sugiere que salga a dar una vuelta si no está cansada. La ciudad es interesante. Las habitaciones son para dormir, no para vivir en ellas. Regrese cuando tenga sueño o necesidad de la cama. Tomará un baño. Puede tardar el tiempo que guste: los demás clientes han salido. Se sumerge. Es una lástima que no haya en esa pensión un fantasma que se pase la noche jugando con ella. En todas las casas hay siempre una habitación donde murió alguien. Ahí no. Pero puede conversar con la mujer del casero. La luz de la habitación está encendida; la puerta, entreabierta. Se asoma. No pide permiso. La mujer le hace señales para que pase adelante. Podría haberlo hecho si hubiera querido. Los créditos de una película en la pantalla del televisor. Preguntas quiénes son los jóvenes de los retratos. Clientes. Escriben con regularidad. Todos dicen lo mismo, por lo que ella solo atiende y conserva las postales y las fotografías. Anota en el reverso el nombre de cada uno y la fecha de recibo. Contesta muy pocas. Puede leer algunas si lo desea. Luego, si quiere, puede ayudarle a contestarlas. Está atrasada con eso. Inicia la siguiente película. Ya la ha visto. No es muy buena. Podrían cambiar de canal. O comer algo. Tiene hambre. Sabe que no cocinan para los clientes, pero podría pagárselos extra. Sería solo por esa vez. No quiere cenar con los platillos de la marisquería del primer piso. Un trozo de pan con cualquier cosa estaría bien. La mujer accede a cambio de que le mantenga caliente el lugar en la cama. Los lugares se enfrían con facilidad en esa época del año. A su marido le gusta acostarse con el colchón tibio. No tardará mucho. Cinco minutos a lo sumo. Tiene un horno de microondas en el que puede recalentar las sobras de la cena. Si llega el marido debe hacerle espacio en la cama antes de que él se lo pida. Calienta el sitio. Llega el casero. Se molesta con ella. Le recuerda que le dijo que no podía darle otra habitación y que la que le correspondía a ella estaba al final del pasillo que esté en la suya es un abuso. Quiere que salga de inmediato. Mañana mismo la quiere fuera de su hospedaje. Trata de explicarle el trato que hizo con su esposa. El casero le dice que no tiene esposa. Tenía el televisor encendido. El televisor lo dejó encendido él. Un fantasma entonces. El fantasma de una mujer. No hay fantasmas en ese lugar.

Dijo que iría a prepararle algo para comer. Nadie hay en la cocina. Ni siquiera hay un horno de microondas ni restos de la cena: le traen del café de la esquina la porción exacta para él. Odia guardar sobras. No le ha mentido. No quiere escuchar más. Lo dejará pasar por esta vez, pero no quiere volver a encontrarla en su habitación. Sale. La mujer regresa con la comida. Pregunta por la chica. Sabe que no han aceptado chicas en esa pensión desde hace años. Exigen demasiado. Se quejan por todo. Se van sin pagar. Habría jurado que había una chica recién bañada en la puerta. Debía estar soñando. Incluso estuvo con ella dentro. Conversaron. Uno conversa en los sueños. A veces hasta se ríe. Le calentó las sobras de la cena. Puede comérselas él, por eso no es problema, tiene espacio para un bocadillo. Las sobras no son muchas. Servirían para alimentar a un pájaro. Iba a ayudarla a responder las postales. Debe estar muy cansada. La luz al final del pasillo está encendida. La dejan así para espantar a las ratas. Debería recordarlo.

La Prensa Literaria

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