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LA PRENSA/Agencia

Historias de la infamia de Granada

Eran más de la nueve de la mañana cuando llegó a la Plaza de la Independencia de Granada. Su aspecto y su cuerpo eran de un hombre de más o menos treinta años. Sin embargo, la mirada decía cientos, o quizás miles de años de conocimiento.

CAPÍTULO X

Eran más de la nueve de la mañana cuando llegó a la Plaza de la Independencia de Granada. Su aspecto y su cuerpo eran de un hombre de más o menos treinta años. Sin embargo, la mirada decía cientos, o quizás miles de años de conocimiento. La restauración de la plaza se estaba adecuando a unos antiguos planos de la ciudad encontrados en el Archivo De Indias De Sevilla, y que fueron traídos por el poeta e investigador Don José A. Serrano. Después de haber viajado por varios países europeos invitado por sus amantes, especialmente por una que estaba estudiando sociología en la Universidad Complutense de Madrid.

Isaac Ghittis Laquedem se detuvo enfrente de Catedral y haciendo en tour dans l’axe , vio en trescientos sesenta grados el zócalo de la más antigua de las ciudades de Centroamérica. Recordaba su último viaje cuando se dirigía al Perú para unirse a Pizarro en los planes de desarrollo del imperio español. A sacar del paso al gran Atahualpa. Bueno, pero antes de matarlo, le enseñó a jugar ajedrez. Un grupo de personas se acercaron por el lado con unos planos arquitectónicos de la cuadrícula central. Eran los delegados de la cooperación española que venían a “restaurar” el centro histórico. La sonrisa sarcástica de Isaac fue notada por uno de los miembros de la delegación. Este se le acercó y le preguntó por qué se sonreía. Isaac, se puso muy serio y sin mover un músculo fuera de lugar de reojo le vio y le dijo: “Nada malo solo recordaba esta ciudad, antes de esos planos que tienen en sus manos”. El españolito lo quedó viendo con cara de asombro y de burla al mismo tiempo. Volviéndose a los otros y con ironía comento: “Estos granadinos siempre pretenciosos y locos”. Las palabras de aquel ignorante ibérico convirtió en una gran carcajada la sonrisa. Se escuchó en todo el parque y la plaza. Y sin que nadie se diera cuenta aquel hombre desapareció. Así como desapareció el día cuando Cristo Jesús, camino del calvario, le pidió agua, y él, que era el hombre de la María de Magdala, por los celos terribles que le tenía, tiró al suelo el agua y con toda la soberbia del mundo, le dijo que caminara, que si era el hijo de Dios no tendría sed. Cristo Jesús, le miró sin odio y le dijo: “Tú será quien caminará, y caminarás por los siglos de los siglos, y recorrerás toda la tierra conocida y desconocida, y no morirás hasta que mi padre lo mande”. Era Isaac Ghittis Laquedem, El Judío Errante. Cuando se perdió de la Plaza, nadie vio por donde. Simplemente se fue.

CAPÍTULO XI

Agosto entró con la canícula atrasada. No había posibilidades de saber ciertamente cuándo se regularía el invierno. Fenómenos nuevos de la atmósfera, que los nuevos hombres de ciencia les llamaban “Niño” al seco y “Niña” al lluvioso. Los granos se perdían. Se nacían en las vainas los frijoles. Se negreaba la semilla del Sésamo. El arroz y el maíz se encarecían a diario.

El futuro inmediato como lo podemos ver era negro. Y a propósito de negro, ese día el Negro, José Serrano, que decía la gente era el hijo más querido de Don Carlos Bravo, aunque nunca lo reconoció. Era famoso poeta y gigoló, salió de su casa con mucho brillo y son. Los problemas se quedaron mucho antes del último de sus sueños, cuando encontró a su gran amigo y jurisprudente Vincenzo Ubau al cruzar el parque. El poeta que con mucha decisión y voluntad se dirigía a buscar unos manuscritos perdidos donde el cronista de la ciudad, Don Jaime Avilés y Avilés, quien recientemente acababa de publicar un texto en la revista editada por su amigo y compañero de cuchipandas, Ignacio de Jesús Marín, novel director de cine y editor de Taller . Una revista de los estudiantes de la Universidad de Oriente y Medio Día. El texto era: “La Religión como Elemento de Dominación en la Colonia”. En esta revista el señor Marín se encargaba de sacar a luz autores desconocidos y lanzarlos a la fama. Ya fuera por su calidad o por su atrevimiento literario. En ese encuentro con su amigo jurisprudente, el poeta Bravo, perdón Serrano, se le diluyo el interés investigativo y se volcaron a hablar sobre la recién pasada muerte de Don Juan José Alejandro de Renard, que había sido asesinado de la misma manera sangrienta y trágica del héroe de la revolución francesa, Marat. Pero a diferencia del héroe, muerto a manos de la bella Carlota Corday o Cordier, como dicen algunos historiadores, Don J.J.A. Renard, fue por unas malacatoyeñas, musculosas y fuertes manos que con toda la barbaridad y crueldad nunca concebida, cercenaron de oreja a oreja la garganta de tan ilustre hijo de Granada. Toda la ciudad hablaba del caso. Por supuesto el poeta tenía su propia versión. Con Don Vincenzo, más tarde, se encargó de aumentarla y corregirla. Decía el Poeta: “Todo surgió cuando el asistente para asuntos varios de Don J.J.A.Renard, se enfrentó a la realidad de su vida. Un mandingo. Y peor, ni siquiera de una mujer o varias mujeres, sino de Don J.J.A. Renard. El agobiante sol, el calor, la humedad, como en El Extranjero de Camus, la canícula que no llegaba, y el maltrato”. Los reclamos: “Sí. Si no servís para nada. Todo te lo tengo que decir mil veces. Ya ni cariñoso sos conmigo, como antes. Todo el mundo dice que me estás explotando. Que te aprovechás de mí. Que robás lo que podés. Que con mis reales pagás la siribindas y francachelas con la puta esa de tu querida. Que crees que no me doy cuenta, ¡Uhm! Jesús si todo se sabe aquí en Granada. Que hasta tengo que pagar el guaro con los otros queridos que tenés. Que hasta los chavalitos del barrio te los coges. Y yo comprándote esos bluejeanes carísimos, donde Don Arturo Hurtado. Y si no, los mando a traer a Miami, y sé que solo pasás metido donde la Berta María que no sé lo que le ves. Y traeme ese jabón de Mirurgia que tengo en el aposento. Y encendé el tocadiscos. Y poneme la ópera que tengo ya lista en el plato. ¡Ah! y allí no más traeme la navaja de rasurar que está en la mesa de noche. Y me rasurás con ese jabón divino que traje de España. Y acordate que tengo que ir temprano al Banco porque hoy es sábado y cierran al mediodía. Hay que sacar lo de la planilla de la desmotadora y de la fábrica”. El mandador/asistente/amante/amigo y chofer llegó hasta le mesa de noche y cuando vio la navaja, que estaba a la par de sesenta mil dólares, escrita la cantidad en un cintillo de papel craft. Vio la libertad y un mundo sin problemas y sin humillaciones. Vio la posibilidad de: “Salir de este hijodeputa. Comemierda. Mal agradecido”. De la gaveta sacó la navaja y el jabón con un cordel tejido. Con firmeza más que odio se decidió a salir de “todos esos clavos de una vez”. Al mismo tiempo “sacar de su miserable vida a este vergonzante espécimen de tan ilustre familia granadina”. Le puso el jabón en el cuello como un collar. Frotó sus rudas manos hasta sacar la espuma de Mirurgia. Don J.J.A. cerró los ojos con placer. El frotage lo llevó a sentir sensaciones casi celestiales. La regordeta y acompasada música de Rossini se escuchaba en todo el apartamento.

En vuelo se dejó venir la hoja Soligen con mil filos y reflejos. Que se vieron en todo los espejos del baño. De pronto, los espejos se tiñeron de rojo, como el Nilo cuando Moisés, el mago, metió su vara en el río. La navaja descendió a doscientos cuadros por segundo de velocidad. Solo fue un momento de resequedad en la boca y asco en el estómago. La hoja Soligen dejó una línea finísima en semicírculo, creando un collar de coral rojo, rojo. Ayudame a decir rojo. Del coral de los Cayos Perlas. El aristocrático cuello se cambió al tono de La Batalla de Magenta. Mientras en el equipo de sonido, el tocadiscos repetía una y otra vez: ¡FÍGARO FÍGARO, FÍGARO!!!!… del rosinniano Barbero de Sevilla. Las manos del aristócrata se asieron a la pretina del pantalón del ejecutor, con las mismas ansias como cuando le cometía fellatio . La musculatura del amante era más poderosa que la pasión y el dolor de la muerte. Sus garras de osos zambulleron la cabeza de la víctima en el agua una y otra vez hasta que ya no se movió ni hubo burbuja que saliera a la superficie. El poeta contó, que la sangre salía hasta la cuneta de la calle del Castillo San Miguel, a borbollones rompiendo el zaguán de la casa. Como película de Kubrick. Después de oír varias versiones del resto de “banqueros” reunidos en el Parque Colón, Don José Serrano retomó su camino en busca del manuscrito perdido. Nadie salió culpable o fue detenido por la justicia. El sepelio se realizó en silencio esa misma tarde. Justo Salablanca, amigo del muerto, al pasar el féretro lo despidió con un: “Hasta luego amigo, nunca tuviste suerte con los empleados y con los amantes. Por eso te decía de seguir el dicho: nunca mezcles la planilla con el amor”.

La Prensa Literaria

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