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Mujer. Elsa Basil. la prensa/Archivo.

Mercachifles del hambre

Ángela Dakaia al terminar de poner la bota de hule en el pie derecho caviló: — El hambre y la gula entorpecen la mente.

Por Carlos Alberto Cerda Gaitán

Dedicado al periodista Adrián Uriarte Bermúdez, amigo de días inolvidables en el barrio Monseñor Lezcano

Ángela Dakaia al terminar de poner la bota de hule en el pie derecho caviló: — El hambre y la gula entorpecen la mente.

Tomó con solemnidad la mano de Alaih, su nieta de diez años, y juntas salieron a caminar en medio de aquella áspera llanura de soledad y nostalgia, adornada por un sol vespertino y muchas nubes ampulosas. La niña iba con cabello enmarañado y descalza, usaba un traje arrugado, desteñido y deshilachado. Un angelito careto y bello caído desde el cielo de Centroamérica.

La anciana se volvió a la niña y le dijo:

—El aire de este lugar ayuda a la memoria. Tu nombre significa dolor en nuestra lengua. Pero el dolor puede ser de angustia o de felicidad. En tu caso se debió a la felicidad; cuando asomaste por primera este mundo con tu cabecita bisoña, en medio de los gemidos de tu madre, todos gritamos y lloramos de alegría. Hubo fiesta. Bailamos tomados de la mano. Comimos y bebimos. Chicha, bien fermentada, frijoles, maíz tostado y otros manjares.

La anciana entonó esta salmodia: ¡Alaih por la vida! ¡Alaih por la vida!

¿Por qué dolor por la vida? —preguntó Alaih, con el dedo índice en su barbilla.

—Porque nuestras generaciones, a pesar de los mercachifles, han sabido sobrevivir —contestó la anciana.

La anciana continuó cantando, a su modo, esta salmodia, en tono dulce y prolongado: Yapti… Itang… Airung… Nantli… Numa… Dukta… Amiske

—¿Qué cantas mamita? —preguntó Alaih a la abuela.

—Madre… Madre… Madre… Madre… Madre… Madre… Madre, así cantaban todas las fuentes juntas en su propia lengua a la Naturaleza: Miskito, Sumu, Rama, Nahua, Mangue, Sutiaba y Matagalpa.

Llegaron a un sitio árido. Se sentaron, las dos, en un peñasco grande y sucio. La tarde estaba culminando y se asomaban algunas estrellas. Había ventarrones que levantaban grandes columnas de polvo. El lugar estaba desolado. Las moscas manchaban el ambiente y los pocos árboles en el lugar estaban desnudos, en realidad parecían más espantapájaros que plantas. Las hormigas, los grillos, las avispas y toda expresión de vida, estaban exiliados. El lugar era más tétrico que la muerte.

No estaban muy lejos de casa, aunque sí distantes. Ese lugar fue, en el pasado lejano, un lago lleno de vida. El agua era tornasolada, era un espejo del cielo; los peces y las aves decoraban el paisaje. El contorno estaba compuesto por abultados árboles, altos y frondosos. El polvo no se asomaba, todo estaba cubierto por una grama natural, donde infinitas especies de diminutos animales moraban.

En aquel sitio, Ángela Dakaia y Alaih conversaron un poco:

— ¿Tienes hambre Alaih?

— Sí, abuelita.

— Cuando tenía tu edad, también padecí de hambre. Aunque conseguir alimentos no era tan difícil como hoy. De alguna manera, por suerte, encontrábamos algo que comer. Pero la situación se ha vuelto más complicada en este tiempo. No hay pan ni agua. Y no sé qué hacer.

—Lo sé abuelita y lo entiendo —contestó la niña.

La anciana lloró, como lo hacen las doncellas de la realeza: con gallardía y profundidad.

—Sé que te gusta el frijolito pero este cada día escasea. Hay, pero no para nosotros. Hace tiempo que se nos niega.

— ¿Quién lo niega, abuelita?

— La Naturaleza y nuestros semejantes. O, más bien las personas que pueden compartirlo y no lo hacen.

—¿Ellos se lo comen todo, abuelita? ¿sufren de gula?

— Sí, Alaih, ellos sufren de gula —contestó la anciana.

— ¡Pobrecitos! —exclamó la niña.

— Esa gula mora en sus corazones. Mis padres, los ancianitos que tú ya no pudiste conocer, llamaban a las personas que padecían de esa gula con esta palabra: mercachifles.

— Es una palabra muy extraña abuelita. No la entiendo, es muy complicada.

— También yo no la entendí cuando la escuché por primera vez. Pero el tiempo se encargó. Comprendí el significado observando la conducta mercachifle y luego fue fácil identificarlos a ellos. No tiene nada que ver con el aspecto físico, se trata de una cualidad y una forma de vida. Quizá ocurrirá lo mismo contigo, la vida te enseñará.

Las horas transcurrieron rápido. La anciana y la niña regresaron a casa. Ángela Dakaia quitó las botas de hule y se acostó en su petate. Alaih, que no podía dormir, observó las estrellas que se asomaron a través de las innumerables rendijas de las paredes de aquella choza de ilusiones, y escribió en su mente esta carta:

Madre Naturaleza:

Sabes que no tenemos alimentos para comer y vivir. Los niños nos divertimos mucho con los juegos de los pobres: las colinas y el viento. Caminamos, corremos y saltamos. Pero los ríos se secan, los campos se marchitan y el suelo se sacude mucho. El frijolito que sirve para comer y que sirve para contar, está desapareciendo, ¿por qué, mamita Naturaleza? Es verdad lo que me enseñan los ancianos, que no solo de pan vivirá el hombre, pero el alimento es fuente de alegría y salud, y quiero que mis hijos sean robustos, limpios y sabios. Que vayan a la escuela y sepan escribir y contar las estrellas, los caracolitos, los árboles, las nubes y las rocas. Eso sí, quiero enseñarles la lengua de mis abuelitos, para que compartan sus ideas, sueños y deseos. Que nunca duerman con la barriguita vacía, como lo hago yo ahora. Tengo que terminar, con todo el amor y cariño de siempre. Alaih.

La Prensa Literaria

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