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El escritor Sergio Ramírez durante la presentación de su novela La fugitiva. LA PRENSA /C. MALESPÍN

La fugitiva, en tres retratos

En una entrevista de un canal de televisión de Costa Rica, le preguntaron a Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) si se consideraba un “escritor político” o un “político escritor”, a lo que él, tras una breve pausa, respondió: “Escritor escritor” que ha estado un tiempo en la vida pública.

Por Antonio García Maldonado

En una entrevista de un canal de televisión de Costa Rica, le preguntaron a Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) si se consideraba un “escritor político” o un “político escritor”, a lo que él, tras una breve pausa, respondió: “Escritor escritor” que ha estado un tiempo en la vida pública.

Es difícil sustraerse de la trayectoria pública de un autor para juzgar su obra literaria. Uno tiende a ver en cada recodo de la historia, en la elección de los temas a narrar, un trasunto de su alter ego político. Aunque esa dificultad se disipa enseguida en los libros de Sergio Ramírez. Y digo “libros” y no lo circunscribo a ningún género en concreto -que casi todos ha tratado el autor- ya que incluso sus memorias políticas, Adiós muchachos, guardan un estilo sugerente, una estructura y cadencia literarias muy poco usuales. La literatura es la lente por la que Sergio Ramírez se disecciona a sí mismo, y a los demás, y de esa visión han nacido joyas como la práctica totalidad de sus relatos, Margarita, está linda la mar (Premio Alfaguara de 1998) o La fugitiva , que recientemente ha presentado el autor en España.

Si echamos un vistazo al siglo veinte, no creo que haya años tan grises y opresivos, tan refractarios a la genialidad, a la diferencia o la simple heterodoxia como los años treinta, cuarenta y cincuenta. Los felices veinte, los años de entreguerra, fueron preciosos, sí, pero a cuya supuesta laxitud muchos sectores sociales achacaban la II Guerra Mundial, y de ellos sólo se quiso conservar el gusto por el lujo y cierta refinación impostada que convirtió a muchos países en escenarios de cartón piedra, donde los figurantes desempeñaban un papel volcado en el qué dirán, en el afán por pertenecer a una clase social para la que no alcanzaban los ingresos, y donde quien se saltaba el guión era, en el mejor de los casos, repudiado por la comunidad. Un mundo machista, miedoso, signado por el poder de las apariencias y el corsé moral de una Iglesia conservadora. Es esta época en la que hubo de vivir Amanda Solano. A ella le tocó en Costa Rica, pero sus padecimientos no hubieran sido menores en otros países.

Amanda Solano es el nombre que en este libro el autor da a Yolanda Oreamuno (1916-1956), escritora costarricense, autora de culto, belleza en fuga constante, en cuya discreta lápida en San José -adonde fue repatriada y enterrada en 1961- tan sólo se lee un número. Y es con la visita a dicho cementerio como comienza este libro, y en cuyo primer y magistral capítulo el autor deja claras, valga cierta contradicción, sus dudas en cuanto a la forma de abordar la vida de una mujer que quiso ser libre cuando en su libreto ponía que no debía serlo: “Ahora quiero empezar a contar cómo fueron las cosas de su vida lo mejor que pueda, aunque ya se sabe lo difícil que se vuelve sustentar las certezas y dejarse de mentiras en este oficio del diablo”.

Y esta “mejor forma que pueda” ha consistido en la investigación biográfica y periodística, buscando el testimonio de tres personas que conocieron a Amanda Solano, y a través de cuyos recuerdos y afirmaciones, muchas veces contradictorios entre sí, colegimos el transcurso de la vida y época en que vivió (y sufrió) la escritora, sea en Costa Rica, o sus períodos en Guatemala o México, donde murió. Las tres voces de las que Sergio Ramírez se hace eco y a las que da estilos y tonos diferenciados de forma magistral, son reconocibles sin necesidad de rascar mucho, como es el caso de Chavela Vargas, representada aquí con el nombre de Manuela Torres, o de Eunice Odio en el caso de Edith.

La elección de nombres diferenciados pero claramente reconocibles me parece un acierto, entre otras cosas porque sería un error leer La fugitiva como una biografía, o al menos solo como tal. El foco del autor se abre más, y la disección social gana peso en una obra de profundo calado estilístico en la que es más honesto sortear las limitaciones obligadas -como la muerte de varios personajes importantes que rodearon a Yolanda Oreamuno durante su vida, a las que era imposible entrevistar- con las herramientas de la ficción. Y no por ello el libro es menos veraz, todo lo contrario. En este caso la ficción -o su apariencia- es la mejor forma de exponer la vida de la escritora. No en vano el autor ya dedicó el ensayo Mentiras verdaderas a la validez de esta estrategia literaria.

Esta obra guarda un aliciente añadido, y es el trasfondo metaliterario que recorre todo el libro. Si ya en el primer capítulo el autor mostraba sus reticencias e inseguridades, cierra la edición una advertencia sobre el carácter ficcional de lo leído. Entre ambas acotaciones, todo un juego de espejos y cajas rusas para construir un retrato veraz, donde el lector atento y proactivo encontrará constantes guiños de un autor que simula intentar una objetividad que es la que da al libro tan particular y admirable estilo. Encuentro en ella ecos de una de las primeras obras de Edith Wharton, The Touchstone, donde el narrador pide en un anuncio en la prensa documentos relacionados con un personaje sobre el que está escribiendo una biografía, y que finalmente se convierte en un interrogante sobre la construcción de la identidad a través de los recuerdos. Quizá -como lector espero que el autor nunca me quite la duda- pueda ser una de las razones por las que Edith es el nombre de una de las amigas de Amanda.

Si a una historia apasionante en sí se le unen la maestría a la hora de encontrar un estilo depurado y una estructura atractiva, sólo puede resultar un grandísimo libro. Uno de los mejores y más originales en la trayectoria de un autor que, sin duda, es “escritor escritor”.

La Prensa Literaria

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