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Los perros de los Mejía

En San Salvador, cerca de donde vivía la tía Lola, había una mansión vacía rodeada de un gran terreno lleno de árboles, defendido de los ladrones de fruta por muros muy altos erizados de púas.

Por Claribel Alegría

En San Salvador, cerca de donde vivía la tía Lola, había una mansión vacía rodeada de un gran terreno lleno de árboles, defendido de los ladrones de fruta por muros muy altos erizados de púas. Vivían allí como treinta perros daneses que correteaban y ladraban todo el día. Tres veces por semana, a las diez en punto de la mañana, se detenía frente a la casa una camioneta blanca que llevaba una vaca descuartizada. El chofer tocaba el timbre y los perros se ponían a ladrar desesperados. Por una puertecita lateral salían dos hombres con cuatro grandes baldes para acarrear la vaca que les serviría a los perros de alimento. Los muchachitos de los mesones de alrededor, rodeaban la camioneta y a pesar de los gritos y los coscorrones que les propinaba el chofer se quedaban allí mirando el suelo y apresurándose a recoger los pedazos de carne que caían. Algunos no recogían nada. Otros corrían alborozados a ofrecerle a su madre un pedazo de tripa. Los perros, adentro, ladraban desesperados.

Publicado en un libro que se llama Luisa en el país de la realidad y que publicó la Universidad de México.

 

La Prensa Literaria

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