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LA PRENSA/ AGENCIA

Feliz cumpleaños Salvador

Llovía mucho y la neblina que bajaba de las montañas cubiertas de bosque empañaba la ciudad. Salvador, vestido de blanco como marinerito con sus zapatos nuevos de charol, se asomaba a la puerta. Todo estaba listo para su fiesta de cumpleaños, la sala con las sillas alrededor, la piñata, el queque en el comedor con siete velitas. Todo. Pero no llegaban los niños y Salvador ansioso esperaba a sus amigos y compañeros del colegio. Vinieron primero los vecinos, con regalos y muy elegantes, después fueron llegando los compañeritos que se reían entre ellos y Salvador no entendía porqué. Los adultos pasaban al corredor todos vestidos y peinados de fiesta. Se escuchaba la música de Criquí, los niños reventaban las chimbombas hasta que las empleadas repartieron los refrescos. El papá bajó la piñata y comenzó la gritería: ¡arriba! ¡abajo! ¡a la izquierda! ¡a la derecha! Todo era muy alegre. Alguien dijo: Ahora Salvador. Y me pusieron la venda en los ojos. No me podía orientar. Sólo escuchaba las carcajadas de los niños mayores que se acercaban y me decían: Marica, Cochón, y yo con pena y afligido no podía alcanzar la piñata hasta que un niño grande agarró el palo y yo me quité la venda avergonzado viendo a todos gritar, ¡se pifió! Fui a tomar un refresco y quebraron la piñata. Todos se abalanzaban sobre los confites. Yo sólo observaba. Después llegó el queque y uno de los niños malos estampó mi cara en la torta. Lloré de impotencia, mientras mi madre sacaba otro queque y una empleada me limpiaba. Los niños reían y comían sus pasteles y yo comía con desesperación. Quería que se fueran. Solo mis vecinos parecían entenderme, sentaditos, callados. La lluvia cesó, los niños se fueron, mientras el malcriado me decía, sos un cochón, y yo no entendía porqué, pero me sentí mal. Se fueron todos los niños y la casa quedó sucia, enlodada, bañada de chocolate.

Bolivar González

Llovía mucho y la neblina que bajaba de las montañas cubiertas de bosque empañaba la ciudad. Salvador, vestido de blanco como marinerito con sus zapatos nuevos de charol, se asomaba a la puerta. Todo estaba listo para su fiesta de cumpleaños, la sala con las sillas alrededor, la piñata, el queque en el comedor con siete velitas. Todo. Pero no llegaban los niños y Salvador ansioso esperaba a sus amigos y compañeros del colegio. Vinieron primero los vecinos, con regalos y muy elegantes, después fueron llegando los compañeritos que se reían entre ellos y Salvador no entendía porqué. Los adultos pasaban al corredor todos vestidos y peinados de fiesta. Se escuchaba la música de Criquí, los niños reventaban las chimbombas hasta que las empleadas repartieron los refrescos. El papá bajó la piñata y comenzó la gritería: ¡arriba! ¡abajo! ¡a la izquierda! ¡a la derecha! Todo era muy alegre. Alguien dijo: Ahora Salvador. Y me pusieron la venda en los ojos. No me podía orientar. Sólo escuchaba las carcajadas de los niños mayores que se acercaban y me decían: Marica, Cochón, y yo con pena y afligido no podía alcanzar la piñata hasta que un niño grande agarró el palo y yo me quité la venda avergonzado viendo a todos gritar, ¡se pifió! Fui a tomar un refresco y quebraron la piñata. Todos se abalanzaban sobre los confites. Yo sólo observaba. Después llegó el queque y uno de los niños malos estampó mi cara en la torta. Lloré de impotencia, mientras mi madre sacaba otro queque y una empleada me limpiaba. Los niños reían y comían sus pasteles y yo comía con desesperación. Quería que se fueran. Solo mis vecinos parecían entenderme, sentaditos, callados. La lluvia cesó, los niños se fueron, mientras el malcriado me decía, sos un cochón, y yo no entendía porqué, pero me sentí mal. Se fueron todos los niños y la casa quedó sucia, enlodada, bañada de chocolate.

Los adultos me hicieron abrir los regalos y yo rompía los papeles para ver aparecer juguetes, libros y un osito de peluche. Me dieron permiso de irme a dormir, me pusieron un pijama nuevo y salí a decir buenas noches. Ya solo en mi cuarto, estaban los juguetes y de pronto vi al osito café, lo tomé en mis brazos y lloré. Desde entonces acompaña mi soledad.

La Prensa Literaria

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