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Carlos Martínez Rivas en sus diferentes etapas, a los 70 años. LA PRENSA/ARCHIVO

CMR: Un esbozo

Aunque pudiese parecer que el caso de CMR obedece exclusivamente a una búsqueda auténticamente individual con su respectivo itinerario de compromisos y rupturas, esta búsqueda no está exenta del perentorio deseo de comulgar con sus semejantes; a través del amor, del arte, de la poesía, su voluntad humana se ejercita en esa tarea clandestina de recobrarle a la humanidad su esencialidad sencilla y paradisiaca, aunque deba descender a los infiernos para lograrlo.

Por Berman Bans

La voz de un poeta que clama en el desierto es, en algunas ocasiones privilegiadas del tiempo y del espacio, la voz oculta de la conciencia de la sociedad presente que pugna desde su interior oscuro por un cambio en su estructura decadente en aras de una libertad concreta del ser humano, tanto a nivel individual como social. En ese futuro provisorio, entrevisto desde la realidad radical del verbo, es posible aquel proverbio latino: Vox populli voix dei, si es que nos atrevemos a creer que algo divino habita en la palabra de todo hombre, sobre todo en la palabra de aquellos que intentan titánicamente, al decir de Mallarmé sobre la tumba de Edgard Allan Poe, “darle un sentido más puro a las palabras de la tribu”.

Aunque pudiese parecer que el caso de CMR obedece exclusivamente a una búsqueda auténticamente individual con su respectivo itinerario de compromisos y rupturas, esta búsqueda no está exenta del perentorio deseo de comulgar con sus semejantes; a través del amor, del arte, de la poesía, su voluntad humana se ejercita en esa tarea clandestina de recobrarle a la humanidad su esencialidad sencilla y paradisiaca, aunque deba descender a los infiernos para lograrlo. Es en ese sentido que su vida se encontró intensamente ligada a su palabra. Su estética ascética y el fulgor de su poesía son el proceso consciente y el resultado perdurable de un severo programa de lenguaje íntimamente vinculado con la vida. Su importancia radica en que esa vida lo arriesga todo para recuperarnos en el cuerpo y en el alma, la unitiva dicha primigenia que en los tiempos apocalípticos en que vivimos pareciera haberse perdido.

De ahí que sus textos sean, indiscutiblemente, un testimonio humano de impar grandeza literaria. Desde el primitivo Paraíso recobrado pasando por la imberbe y eficaz, Insurrección solitaria, hasta los textos renuentes a la publicidad y al temido fariseísmo, que culminarán en las escenas desgarradoras de los murales y las soledades urbanas de Infierno de cielo, se nos patentiza con deslumbrante lucidez esa voz que clama en la oquedad ominosa del “mundo supermodelado y vacío” denunciando sus monstruosidades caprichosas y las perversas estructuras deshumanizantes que nos son impuestas desde que venimos al mundo. Desde esa voluntaria marginalidad que lo hermanó con otros horribles trabajadores (Poe; Baudelaire; Verlaine; Joaquín Pasos) CMR alza la tea heredada proféticamente por aquel Darío entrañable de Cantos de vida y esperanza: “No se escupirá más a la sacra poesía (…) La insurrección de los de abajo/ tiende a los excelentes”.

Más actual, más atroz. El fuego de CMR se templa en la sagrada precisión verbal y en la crítica contundente de la estructura social que lo rodea. Rigurosa, exacta, su lengua poética demoledora de ídolos lo vincula a la tradición literaria hispánica tanto en su celo por la expresión precisa como por la manera en que concibe la misión del poeta: portador del fuego, su santo oficio consiste en ejercitar su libertad y velar por la venida de mejores tiempos para la civilización humana y para la poesía concebida como el orden de esa libertad concreta. Su práctica lo liga a la tradición humanista que no se adormece en modas, escuelas y demás eufemismos adocenados, sino que es la praxis de un programa existencial en el cual la poesía y el arte son caminos hacia el ser.

A los 17 años. LA PRENSA/ARCHIVO

Si como dijera Hölderlin, “los pensamientos del espíritu, común a todos, maduran en silencio en el alma de los poetas” es porque son ellos los que se han atrevido a robar el fuego y mostrarnos las cavernas y las tinieblas que nos envanecen y nos envenenan. Sometidos, adormecidos, manipulados, vegetamos en un sistema cuyas sutilezas esclavizantes se han convertido en el modus vivendi de las generaciones modernas y sus postrimerías… Sin embargo, el fuego del espíritu prevalece constantemente en los pensadores, en los artistas alertas y en conciencias despiertas como CMR. Y es este espíritu el que lo conduce al desierto de la realidad para denunciarla, para corregirla, para vivificar aquello que en ella se encuentra adormecido, pero aún no ha muerto; el amor, la amistad, la sencilla belleza de las cosas, la esperanza.

Este Pentecostés del cual nos hace participar CMR desde las visiones deslumbrantes de su exilio (en el cual aparece, al claroscuro, la no menos profética figura de Ernesto Cardenal, cfr. el poema Pentecostés en el extranjero LIS) es el mismo fuego revolucionario cuyas lenguas comenzarían a iluminar, desde la humildad de la literatura, las conciencias de las generaciones en las décadas siguientes a la aparición de la Insurrección solitaria .

Porque ese vagabundeo americano y europeo del hombre hermético que conoce los eslabones, las lamentaciones, los sequedales y las vicisitudes del exilio, no es más que la participación activa e individual en un fenómeno trascendental para la historia de la literatura, la cultura y la sociedad latinoamericana.

La búsqueda y el encuentro, la denuncia y la renuncia, la cotidianidad y el misterio que caracterizaron el trabajo de otros escritores (narradores y poetas) del continente hispanoamericano a mediados del siglo veinte, no son ajenos a la actitud vital de CMR. La diferencia estriba en que la radicalidad desde la que se comunica no hace concesiones a lo que él solía considerar como “los publicadores de libros”, ni a las entidades oficiales encargadas de coleccionar “obras maestras” para apremiar mentiras publicitarias, comodidades burguesas y otros vejestorios literarios. Su individualidad desarraigada y su conciencia crítica lo llevaron por el camino difícil, a veces lacerante, del anonimato y el exilio voluntario de las letras.

 Carlos Martínez Rivas a los 40 años. LA PRENSA/ARCHIVO.

Desde ese “aquí”, que constituye su propia madriguera de topo recalcitrante, él convierte su arte en un arma de combate y la palabra, en él surge, desde su “propio negro corazón tornasol” como fruto de una lucha sin cuartel entre la conciencia creadora y “los calamares en su tinta”, en una especie de ars poética donde la palabra misma se plasma indeleble, insurrecta, como principio y fin de todas las cosas comunicables, participantes y fijas en el ritmo de la existencia. Palabra solo susceptible de desmentirse gracias al principio irrenunciable de obsesiva corrección que atormentó a este poeta, irremediablemente poseído por el compulsivo afán de perfección. Porque para guardar esa palabra es que él ha venido al mundo desde la matriz del vientre de su madre, porque “para algo nace el niño/ para algo lo hace” y este compromiso primigenio que lo convierte en criatura clandestina, insurrecta, lo lleva a identificarse con la radicalidad libertaria de los otros desde la trinchera de las letras y el templo del lenguaje.

Definitivamente, el compromiso de CMR fue con la libertad, asumida como estilo de vida y, desde ahí, con su propia vocación literaria y humanística (desplegada magistralmente en su conversación cotidiana y en la cátedra que impartía desde el recinto de la UNAN y que llevaba su nombre). Más que un itinerario político o ideológico, el suyo fue un programa orgánico-lingüístico sintonizado arduamente con la revuelta moderna del arte, la poesía y ¿por qué no? (por coincidencia histórica) con la contestación social en contra de todo régimen anciano y sistema de moral ambigua sustentado en la violencia y en la indiferencia, modelos que aún nos siguen desconcertando debido a lo absurdo de sus dimensiones y al sufrimiento masivo a que redujeron la condición humana de sus víctimas.

CMR nuevamente en su periodo final. LA PRENSA/ARCHIVO.

Por eso hacer un poema era como urdir “un crimen perfecto” contra la estructura de mentiras y sutiles crueldades que nos rodean tenebrosamente. Era prender la mecha de una lámpara incendiaria cuyo objetivo prioritario era erradicar, a través del canto “crédulo e irritado”, la oscuridad cotidiana en aras de la iluminación. El resultado, revolucionario para la historia literaria, fueron todas esas criaturas verbales que, fascinando año tras año a sus lectores, se apoderaron demoníacamente de las figuras más prominentes de las generaciones de poetas posteriores (Beltrán Morales; Álvaro Urtecho; Leonel Rugama). Porque una de las facetas mayores de su anonimato fue esa especie de magisterio involuntario (“… no le llamés maestro a ningún vivo…” le había sentenciado en alguna ocasión a Beltrán Morales, quizá, uno de sus más próximos aprendices) ejercido desde sus charlas y su amistad con los artistas y escritores más jóvenes, relación que, aún salpicada de su inestable humor, aportó constantemente un estímulo literario para sus interlocutores, en una especie de voto por la literatura que no escatimaba en ceder espacio a la “ola de la tontería”.

Desde esa fidelidad es que lo escuchamos protestar contra el desamor, contra la soledad, contra el oscurantismo, contra la muerte. Habitante de un mundo condenado a la corrupción y la inconstancia, CMR contempla desde su propia mortalidad la posible trascendencia de la muerte, la ternura indecible del abandono. En este reino de la arena y la necedad, de las cavernas en penumbras y las cadenas sucesivas del exilio terreno, vislumbra (y nos vislumbra) el camino azaroso, pero esperanzador, de la palabra, de la creación, del tentativo paraíso como una alternativa ennoblecedora, acaso la única que le queda al hombre caído Carlos, para acercarse, a través del sufrimiento, a ese añorado cimiento de la Roca del Verbo, ante cuya ausencia clama su voz en sus más queridos idiomas de occidente, contestados solitariamente por el eco prolongado y el silencio.

Porque su lamentación no es por la ceniza consabida y compartida, sino más bien por la otra muerte; aquella cuya maquinaria dentada estrafalaria nos corroe la libertad, invalida nuestros actos y corrompe la palabra contaminando la sacralidad humilde de nuestras vidas. Porque “¿Quién como la bestia? ¿Y quién podrá contra ella?”.

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En una noche indistinta del día, CMR se sumerge en el espesor de la oscuridad de su caverna particular y traza en la piel de la piedra que lo cobija sus visiones, sus imprecaciones, “los calamares en su tinta” que lo persiguieron y acosaron en el esplendor de su vigilia. En ese cierre circular la realidad se le mostró sórdida y fulgurante, nunca tibia. Pero sobre todo fue el lugar transitorio de su experiencia espiritual, existencial y estética.

De paso entre nosotros, demoliendo ídolos antiguos y recientes, CMR nos ha legado, muy a su pesar, un documento humano de singular belleza e indiscutible valor. En una época uniformante, plagada de estereotipos, de generosidades inalcanzables, de anonimatos impuestos, y de la aparente estulticia general de la cultura, la obra de CMR ligada heroicamente con su vida, seguirán siendo ejemplares puntos de referencia de la literatura hispanoamericana contemporánea.

No le hemos cumplido su deseo de olvidarlo. El polvo no es digno de su nombre ni la ceniza merecedora de su sombra.

La Prensa Literaria

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