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LA PRENSA/ AGENCIA

Las ánimas

Mención de Honor en el XVIII Concurso de poesía y narración 2009, del Instituto de Cultura Peruana de Miami, en homenaje al poeta Federico Barreto.

Vicente Antonio Vásquez Bonilla

Las Ánimas es un pueblo enclavado en el altiplano chapín. Es un lugar perdido que no aparece en los mapas. Un lugar del cual muchas personas han oído hablar, pero que muy pocas conocen. Diríase que es un pueblo virtual, que existe sólo en la imaginación, pero no. Yo estuve allí.

¿Que cómo llegué? No es que no lo quiera decir y tal vez no me lo van a creer, pero lo ignoro. Lo cierto es que un día en que el desinterés y la abulia me ganaban, salí de mi pueblo en busca del camino que conduce hacia la gran ciudad, me perdí y vagué sin rumbo por algún tiempo. Luego de recorrer varios senderos de terracería, de improviso, me encontré ingresando por la callejuela de una población desconocida, que en poco tiempo me llevó frente a un edificio de piedra de dos niveles y con un portal frontal formado por arcadas. Tuve la impresión de que se trataba del palacio municipal del lugar. Enfrente de él, un pequeño parque y luego la tradicional iglesia, al igual que en casi todos nuestros pueblos.

Al principio me pareció estar en un lugar conocido, en un sitio que alguna vez hubiera visitado en mi juventud. Luego, me di cuenta de que era diferente a cualquier localidad vista por mis ojos con anterioridad. Se trataba de un pueblo de apariencia colonial, pero apretado, como si sus constructores le hubieran tenido temor a los espacios vacíos, les faltaran sitios para edificar o quisieran aprovechar el terreno al máximo, digo, por lo estrecho de sus calles. También se me ocurrió, con una sonrisa, que quizás sus habitantes originales padecían de frío o miedo y sentían la necesidad de estar muy próximos unos con otros y que por esa razón las construcciones daban la sensación de apuñuscarse, aunque diseñadas con buen gusto.

Sea cual fuere la razón, me llenó de curiosidad la manera de convivir de los habitantes de esa pintoresca ciudad. A decir verdad, parecía despoblada, dada su quietud y silencio. Por ningún lado se veían vehículos automotores, dando la apariencia de ser un pueblo del pasado.

De repente, como si alguien hubiera dicho: Luces, cámara, acción, el ambiente se comenzó a llenarse de vida. Del edificio de fuertes y robustos arcos, brotaba el eco de voces y de pasos que luego se perdían en la penumbra del atardecer, y algunas sombras, como apariciones en fuga, cruzaban por sus corredores internos. Algunos hombres y mujeres, pero en escaso número, cruzaban las calles, se dirigían a la iglesia o transitaban por el portal del edificio, algunos, en compañía de niños de apariencia etérea. Las mujeres lucían las cada día más raras mengalas, y los hombres calzaban los conocidos trajes de manta blanca y sombreros de petate. Típicos habitantes de pueblo que conservan sus discretas vestimentas; ellos, con monótona uniformidad y ellas con coloridos atavíos de día de plaza. Caminaban ajenos a mi presencia, hablando entre sí con voces que parecía que se llevaba el viento o tal vez eran sonidos que venían del pasado, que llegaban a mí y luego se alejaban para perderse en la nada. Una sensación rara recorría mi cuerpo.

Por alguna razón, intuí que se trataba de almas que, después de recorrer los vericuetos de la existencia, se aprestaban a abandonar la vida, pero que antes de partir, venían a recorrer los lugares de su infancia o de sus sueños, cuando la existencia llegaba ante ellas con dulces promesas, engañadoras sonrisas y con la apariencia de ser eterna.
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La presencia fugaz de los peregrinos, venía a ser como un premio de consolación, que les permitía recrear sus primeras esperanzas e ilusiones y verlas en perspectiva con la vida que les tocó vivir. No eran almas malas, no. Para las perversas, con seguridad que su destino sería otro, tal vez, en otro pueblo virtual de paso, en donde el lloro y el dolor por sus acciones pasadas las hacían gemir, ante el inminente final de su azaroso y malévolo periplo, y el temido destino que las aguardaba. Aquí, se trataba de la presencia de espíritus sencillos, que supieron sortear en vida las vicisitudes del existir, con paciencia, bondad y hasta con resignación. Venían en paz consigo mismos a decir el último adiós y a partir con una nueva ilusión que, tal vez, veían más prometedora que la que se les presentó en la primera oportunidad.

Abandoné el poblado con respeto, en silencio, casi de puntillas para no romper el hechizo que lo envolvía y me alejé. De vez en cuando volvía a ver y el pueblo se desvanecía en el horizonte como un espejismo que se desdibuja para perderse en la nada.

Por razones que de momento ignoro y que están fuera de mi comprensión, me tocó presenciar, tangencialmente, este plano de la existencia, aún antes de estar listo para iniciar el viaje que trasciende este mundo, el que Leibniz, en el pasado, tal vez, con optimismo y ceguera, llamó “el mejor de los mundos posibles” o quizás lo fue, antes de degenerar en nuestro convulso presente.

Cuando llegue el crucial momento, cuando mi partida sea inminente, es posible que de nuevo me presente por estos lares y el escenario será para mí un sitio conocido, alejado de todo temor y una puerta que promete abrirse hacia un lugar desconocido, pero mejor.

La Prensa Literaria

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