Por Róger Almanza G.
Entrar por el portón de hierro del refugio significaba que Javier Rosales cambiaría el resto de su vida.
Apenas tenía 14 años. Era de mediana estatura y flaco. Estaba ahí, del otro lado de la calle, frente a esa entrada vigilada por un guardia de seguridad. Revolcado y con la cara golpeada por chavalos que como él vivían en la calle y peleaban por comida y droga.
Le costó decidir. Muchas tardes las pasaba observando desde fuera el interior del refugio.
Javier lograba ver algunas peleas que se armaban en el patio del lugar donde “callejeros”, como los llamaban muchas personas, encontraban un espacio donde dormir, comer y aprender algún oficio.
Reconoció a algunos chavalos que en algún momento se topó en el Oriental, en el Parque Central o en el Malecón. Las calles de Managua estaban llenas de ellos. Chavalos que crecieron en la calle como Javier, quien un día decidió irse de su casa.
Desde afuera, la vida dentro del refugio se miraba más tranquila que en la calle. Las peleas que se armaban adentro no eran nada comparadas con las que tuvo que librar Javier, muchas de ellas para evitar que le robaran el “monte” (marihuana) o no ceder como víctima de abusadores sexuales.
Las piernas le temblaban, una mezcla de nervios y de frío que le entraba desde los dedos de los pies le erizaba hasta el último pelo de la cabeza. “Creo que era más de nervios que de frío”, comenta Javier, sentado en una silla de una de las oficinas de ese refugio, 15 años después de esa tarde frente al portón.
“Entrá, no la pensés tanto, no creo que sea peor que la calle”, le dijo una señora que con dos palmadas en la espalda lo movió del punto donde parecía clavado. Javier decidió entrar.
“No sé quién es esa señora, solo la vi en ese momento y más nunca supe quién fue. Creo que si no hubiera aparecido, quizá seguiría ahí, parado frente al portón. No hubiera entrado al refugio”, supone Javier.
A sus 29 años, Javier guarda a ese chavalo que fue en sus recuerdos. A veces se le sale, cuando cuenta su historia. Y aunque se esfuerza por no llorar, las lágrimas le ganan la batalla.
En 15 años ha logrado —valora Javier— lo que muchos de esos chavalos que él conoció en la calle no han logrado y quizá jamás lograrán. “Salir de la calle, de la violencia con la que crecés es muy complicado. Vivís alerta, a la defensiva y siempre listo para el golpe. No cabe en tu cabeza que alguien pueda ayudarte sin cobrar algo”, dice Javier.
Hoy es papá de una niña, Blanca, de 9 años, y de dos niños, Jesús y Gabriel, de 4 y 2 años. Tener una familia es de las cosas que jamás pensó. “Cuando no tuviste familia, cuando no aprendés cómo es esto de estar en familia, mucho menos imaginás un día formar una”, dice Javier.
En un año terminará la carrera de Mercadeo, pero trabaja en este campo desde hace siete años. Su trabajo en ventas lo lleva a tener decenas de clientes en el lugar donde muchas noches encontró cama, familia y comida: El Mercado Oriental.
El chavalo que muchas veces no tuvo zapatos y que caminaba durante todo el día por las calles de Managua, ahora tiene su propio automóvil con el que recorre esas mismas calles y se ha topado con los hombres que una vez, de chavalos, se trompeaba, compartía y pasaba los días en bancas de parques o esquinas.
Su esposa Katherine Obando hasta hace pocos meses conoció la historia de su marido. “Se sorprendió. Cree que los tatuajes que tengo en mi cuerpo fueron por chavalo vago… dice que no tengo la apariencia de alguien que pasó por tanta violencia”, comenta Javier.
Al trompón y la patada
El recuerdo de aquella noche cuando Javier Rosales conoció a su padre lo perseguiría por toda su vida. Era 1986 y tenía 4 años de edad.
Su padre, un ingeniero en electrónica que trabajaba para el Ejército, estuvo siempre fuera de casa. Era un hombre alto, recio, con cara de “disciplina”. Muy pocas veces Javier le vio sonreír, “la guerra lo trastornó por completo, era un hombre violento y cuando agarraba el guaro se perdía por varias semanas”, recuerda Javier.
“Este es tu papá”, le dijo su abuela. El pequeño con vergüenza y temor lo saludó.
Su mamá murió cuando Javier tenía 2 años de edad. No la recuerda y en casa de su abuela materna jamás experimentó lo que sus compañeros de la escuela celebraban cada 30 de mayo.
“Esa fecha es la más triste para mí… todos andan compartiendo con sus madres, andan comprando regalos, se desesperan por salir y festejar con su mamá. Yo me quedo en casa desesperado porque pase el día. No tengo a quién ir a ver. Sé dónde está enterrada mi mamá pero las veces que he ido me deprimo mucho más, por eso ya no voy”, comenta Javier.
Un año después de su regreso, el padre de Javier se casó y se lo llevó junto con su nueva esposa. En 1990 ya eran cuatro hermanos viviendo en el barrio Hialeah, en Managua.
Todo parecía normal, incluso las veces que Javier iba a la venta del barrio todos los días a comprarle un cuarto de “guaro” a su papá.
También parecía normal las veces que su papá golpeaba a su madrastra. Los años pasaban y el trompón y la patada eran la “comida” diaria dentro de casa.
El dinero faltaba y su madrastra tuvo que empezar a trabajar fuera de casa. Su papá se perdía por varios días sumergido en el alcohol.
“A veces no quería ir a la escuela porque no tenía zapatos”, recuerda Javier. Llora un poco y continúa. “Mi madrastra empezó a golpearme y mi rabia contra ella creció”.
Cada vez que su papá golpeaba a su esposa, Javier recibía otra paliza, de esas que revientan la piel y dejan morados.
Javier era expulsado de los colegios por mala conducta. Ya a sus 12 años, como en la historia de uno de los capos más famosos del mundo, Javier llevaba en lista a cada uno de los que vengaría.
En el último colegio que estuvo la directora le entregó un boletín en limpio y empezó a anotar nuevas calificaciones. Llenó el boletín de notas entre noventa y cien puntos. “Cuando llegó mi madrastra al colegio, la directora le dio el boletín y le dijo que le aprobó con notas excelentes pero que lo llevara a otro colegio”, cuenta Javier.
Esa mañana, la golpiza que recibió Javier fue de esas que hasta hoy no olvida. “Mi madrastra me desnudó y empezó a darme con toda la rabia que podría tener”, recuerda.
Los castigos de su padre no tenían que ver con fajas ni garrotes. “Me ponía de rodillas, con los brazos estirados y una piedra en cada mano… varias horas”, cuenta.
Un dura decisión
En una ocasión, cuando tenía un cerro de ropa sucia por lavar, Javier sintió que ya no aguantaba más. El día anterior la esposa de su padre le había quemado las manos y las ampollas de agua no lo dejaban ni agarrar un vaso. “Tuve que lavar la ropa a pesar del dolor que me provocaba”, manifiesta.
Estudiaba libros de Anatomía para aprender la forma de suicidarse sin causarse tanto dolor. Jamás logró reunir todo el valor para quitarse la vida. “Qué suerte que no pude porque jamás hubiera sabido lo que la vida me tenía preparado”, dice Javier.
Una noche, mientras sus padres y hermanos dormían, con tan solo 12 años de edad, Javier decidió irse de casa. Agarró el dinero que su papá había cobrado por un trabajo y se fue. “Pensé que todo lo tenía planeado, que la calle sería mejor que mi casa”, recuerda.
Empezó a dormir en casas de algunos conocidos y un par de noches en casa de familiares, pero el temor de que su papá lo encontrara y lo golpeara fue más fuerte, así que decidió no contar con ningún familiar.
La zona de la Colonia del Periodista fue su espacio por varios meses. Ahí, los vigilantes lo agarraban y lo golpeaban señalándolo como ladrón. Un título que aplicó en el Mercado Oriental. “En el mercado ves algo mal parado y lo agarrás”, dice.
En la calle aprendió además a inhalar pegamento y fumar marihuana.
La tarde que decidió entrar al refugio para chavalos que vivían en la calle, había sido golpeado por un grupo que le robó lo poco que le quedaba, entre ello, la marihuana.
La oportunidad
“Cuando entré al refugio eran como cien chavalos y todos los días había pleito… te podían robar lo que tenías, no te podías descuidar”, recuerda Javier. Aún así, era mejor que la calle.
“Creo que la gran diferencia es la actitud que cada uno de los que entran a estos refugios tiene ante la vida. Yo quería llegar más allá, aún tengo planes, sueño en grande y se puede, pero todo depende de qué querés hacer con tu vida”, afirma Javier.
Al refugio, así llamado en ese entonces, hoy se le conoce como albergue, era de la institución de Casa Alianza. Aquí, los encargados orientan a los chavalos y pagan sus clases.
“Es aprovechar las oportunidades por duro que parezca todo”, afirma Javier, mientras cuenta su historia.
Incluso, a sus 18 años, continuando en el proyecto de Casa Alianza, Javier decidió empezar a trabajar y la institución le apoyó para encontrar trabajo.
Terminó la escuela y llegó la hora de vivir solo. Javier no olvida los nervios que sintió cuando la institución lo ubicó en un cuarto, en un barrio de la capital. “Me dieron cama, cocina y un tanque de gas… cosas necesarias, básicas… comencé a formar solo mi vida”, recuerda.
“A estas alturas ya olvidé aquello de la venganza, tengo un proyecto de vida que no incluye la violencia, al menos lo intento porque sí debo aceptar que a veces siento esa rabia que viví cuando era pequeño”, cuenta Javier.
¿Qué tenés vos que no tienen otros que no logran escapar de esa violencia?
“Sueños. Los sueños son gratis y se pueden cumplir. Y parte de mis sueños es que estos chavalos me escuchen y poder ayudarlos”, responde Javier.
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