Cuando una película blande en tu rostro la acreditación “basada en hechos reales”, la palabra clave es “basada”, no “reales”. Esa necesidad de infundir credibilidad nunca se siente más desesperada como en una película de terror. Para mí, si el filme es bueno, no debería de preocuparnos su origen. Soy escéptico por naturaleza, pero puedo dar fe de la cualidad aterradora de El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Si quieren algo más contemporáneo, la película sueca Let The Right One In (Tomas Alfredson, 2008). Mi punto es que la supuesta “realidad” es una herramienta de marketing, y poco más que eso.
El Conjuro no deja de martillar ese punto. Esta inspirada en las experiencias de Ed y Lorraine Warren, una pareja de “investigadores de lo paranormal”. Sus testimonios ya habrían informado El Horror de Amitiville (Stuart Rosenberg, 1979) y el subsiguiente re-make (Andrew Douglas, 2005). En 1972, Roger (Ron Linvingston) y Caroline Perron (Lily Taylor) se mudan con sus hijas a una casa de campo en el noreste de EE. UU. Eventos extraños les quitan el sueño: un hedor a carne podrida inunda los cuartos, retratos caen de sus paredes, los relojes se detienen a una hora específica. Las manifestaciones se vuelven progresivamente más violentas. Desesperada, Caroline recurre a Ed (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga), quienes prontamente detectan el origen de los acontecimientos.
El director James Wan originó la franquicia Saw (2004), y con ella, un subgénero explícito en su violencia y creativo en su sadismo. No en balde algunos críticos le llamaban “porno-horror”. Ahora Wan favorece la sugestión, sacando mucho millaje de la atmósfera y la anticipación. También recurre en exceso a la muletilla del golpe de música o efecto de sonido para marcar sus revelaciones. Es algo mecánico, pero funcional. La película fue un inesperado éxito de taquilla en el verano norteamericano. Mientras caros esperpentos como el nuevo “Superman” luchaban por recuperar su presupuesto, esta modesta producción independiente debutó en primer lugar y se llevó más de 125 millones de dólares.
El Conjuro hará otra pequeña fortuna en países como Nicaragua, donde la mayoría de la población profesa la religión judeo-cristiana. Su insistencia en la existencia del Diablo se procesa como una reafirmación de Dios. La popularidad de estos dramas de posesión diabólica no es casualidad. Está soportada por un mercado. Antes de El Conjuro proyectaron el tráiler de la secuela de El Último Exorcismo (Daniel Stamm, 2010). Quizás mejor le hubieran llamado El Penúltimo Exorcismo . El verdadero poder de estas películas está en las creencias que los espectadores aportan.
Lo que es realmente aterrador es la ideología de fondo en la película (deje de leer si quiere “sorprenderse”)… El origen de El Conjuro es el espectro de una “bruja” de Salem que habría matado a su propio bebé en sacrificio al maligno. Está bien documentado por los historiadores que la persecución a las “brujas” de Salem tenía más que ver con histeria masiva, y la represión de la cultura patriarcal en contra de las mujeres, pero hasta ahí no llega el compromiso con la “realidad”. La villana es el epítome de la mala madre, y el rol reproductivo de la mujer es exaltado. Lorraine accede a tomar el caso cuando Caroline apela a su instinto maternal — “¿no haría usted lo que fuera por salvar a sus hijos?”—. Si, Lorraine también es madre. Tiene una hija, y pueden apostar a que antes que los créditos finales aparezcan, también se verá en peligro. Las mujeres valen, en la medida en que asumen su papel de madres. Con un alarido, el feminismo retrocede varios siglos. Eso sí da miedo.
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