Por Vladimir Vásquez
Yo sé que mucha gente quiere ir a Bluefields, allá donde algunos todavía creen que se necesita visa para viajar, donde otros dicen que hay gente viviendo con taparrabo y donde otros pocos ni saben que es parte de la misma Nicaragua. Sí, lo digo en serio. Pero para viajar a Bluefields solo se necesita poder pagar los 410 córdobas que vale el pasaje, reservar con tiempo, llenarse de mucha paciencia y dotarse de analgésicos.
Ahora salimos a las seis de la mañana del mercado Iván Montenegro, aquí todos van sentados. En temporada alta, es decir, después de mediados de diciembre cuando a todos se les ocurre viajar, esas viejas carcachas están tan llenas que si algún desafortunado no lleva boleto le tocará ir sentado en un balde en medio del pasillo.
Pero no me voy a detener mucho en esta aburrida parte del viaje, son seis horas sentado en un bus, contando árboles, vacas, escuchando llorar a un niño, o en el mejor de los casos, disfrutando de los ronquidos de algún afortunado que logró dormir, para mala suerte de otros.
Cuando ya los viajeros ven el primer rótulo, de esos viejos y desgastados por el clima, que dan la bienvenida a El Rama, empiezan a tomar sus maletas. Lo primero es hacer una embestida hacia la salida para poder hacer fila y marcar su boleto para la siguiente parte del martirio.
Al bajar del bus, ahí están los “chamberos”, esperando. “¿Le llevo las maletas?”, preguntan a cada uno de los pasajeros que va saliendo. Ellos hacen el trabajo pesado que otros no quieren, o simplemente no pueden hacer. Son 10 o 20 córdobas por cada maleta que quiera bajar al muelle.
La fila para marcar los boletos es larga, no es para menos, son dos buses repletos de gente desesperada por llegar a casa a dormir.
Ahí está una muchacha llenando listas con los nombres de los pasajeros, sus números de cédulas y decide la suerte de cada quien. Las primeras 20 personas (esa es la capacidad de cada panga), irán en la primera lancha rápida y así hasta que se vayan todos los pasajeros.
“Yo voy pagando tres pasajes y ¿tengo que pagarte más por esas maletas?”, reclama una airada señora que debió pagar aparte algunas maletas en el bus y ahora nuevamente se las cobran. No tiene de otra más que ceder ante la arrogancia del lanchero quien se burla de quienes amenazan con denunciarlo.
Nos toca subir. Primero hay que hacer equilibrio en una plataforma apenas adherida al muelle, que se mueve al ritmo de las olas, después un pie en la orilla de la embarcación, un impulso rápido y “ojalá no se resbale”. Es el procedimiento de rutina, pero por alguna razón, hoy no hay espacio para nosotros en la panga “2”.
“Llevo 19 personas y con ustedes serían 22”, dice el lanchero, “no puedo llevar a más, la capacidad es de 20”, concluye. “La historia de todos los viajes”, se queja mi cuñado. “No pedimos mucho, solo que puedan contar hasta 20”.
No es la primera vez que pasa y ahora el lanchero dice que verificará si hay espacio en la otra lancha, en la “3”, o la “4”. Después de unos minutos regresa aquel hombre y dice que hay espacio para dos en la otra panga, pero que uno debe quedarse con él. Ese seré yo, definitivamente.
Mi hermana y cuñado se van al otro lado. Yo me subo, me toca entre dos gordos, me dan un chaleco que huele a calcetines mojados, recién usados y sucios, pero no hay opción si no te lo ponés, “no viajás”.
Además, con eso la empresa puede evitarse pagar 1,000 córdobas por “muerte accidental y gastos médicos en caso de accidente”, puede usted leer eso detrás de su boleto, toda una ganga si me preguntan.
Pues bien, el dolor apenas comienza. ¿Se acuerdan de las seis horas en bus? Faltan dos más en panga, 88 kilómetros en el río Escondido hasta Bluefields. Ahí es donde se ve la majestuosidad de este viaje, más cuando viene la lluvia pues con un dispositivo ultramoderno, tapan a los viajeros, es un plástico negro que pasan por encima de todos. Salado al que le toque gotera.
Y si deja de llover, lo que es raro en esta temporada, se pueden apreciar el follaje, las aves, la gente de esas zonas pescando, hasta que pasa otra embarcación y con sus olas hace saltar la panga. Y ahí está de nuevo, el dolor de espaldas.
Así pasan dos horas, 88 kilómetros hasta ver la bahía de Bluefields. Un alivio que es solo temporal, pues el descanso de vacaciones debe terminar en algún momento y el viaje de regreso, créanlo o no, es igual de tormentoso, solo que a la inversa.
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