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Paula y la flauta

Se llama Paula Robison. Cada vez que ella sopla la flauta en conciertos, donde la solista y este instrumento de viento pero incluido en el grupo de las maderas, ejercen primacías absolutas, la asistencia se pone de pie en la fase donde la ejecución define su último suspiro. Cuando el concertino agota las facultades de […]

Se llama Paula Robison. Cada vez que ella sopla la flauta en conciertos, donde la solista y este instrumento de viento pero incluido en el grupo de las maderas, ejercen primacías absolutas, la asistencia se pone de pie en la fase donde la ejecución define su último suspiro.

Cuando el concertino agota las facultades de su lucidez en consonancia con la pieza amada, es normal que el público revierta la silente discreción, transformándola en un “griterío” unánime en el cual se intercala el trueno de las palmas con las voces altas. “Bravo, bravo”, “Otra, otra”. Pero en el caso de Paula Robison las demandas se exceden, cobran indómita perseverancia, porque a ella poco le gusta, quizá porque se siente fatigada, agregar algo más a lo establecido en el programa. La complacencia del postre se diluye en la pesadumbre de un palco que va desalojándose con la sed de seguir escuchándola. Lo han manifestado hasta por escrito los admiradores de su talento.

Entonces como ya se le conoce —su virtuosismo y su reticencia— se impone la prolongación del estallido común de las palmas en lo que toma la forma de una excitación plena.

Ciertamente la flauta no es un instrumento tan glorificado por las ovaciones, por ese paroxismo que se da en los teatros con gente ansiosa de que el final no llegue nunca. No es como el piano o el violín, considerados como los más fuertes incitadores de las concurrencias vehementes. Pero en posesión de Paula sus limitaciones sonoras no son tomadas en cuenta. Más que todo brillan los méritos de su agilidad. Y es que le saca mucho provecho, trabaja, se entrega por completo a la manipulación de sus angulosos recursos, rápidos, dinámicos. Paula rompe la tradición de la silente placidez y más si acude a Mozart, uno de sus preferidos por el amor que le pone cuando lo representa principalmente en sus conciertos.

El material de esta añeja herramienta se usa aún para la llamada flauta dulce. Desde el siglo XVIII fue perdiendo importancia para darle superior vitalidad a la flauta travesera. No pueden excluirse en la trayectoria, desde el origen como partes de la familia, al flautín, al piccolo sonando una octava más alto o a la flauta baja en creciente declinación. Sin embargo para todos los miembros del agudo conglomerado hay un espacio latente y magistral en la boca de la gran virtuosa.

La referencia sobre su personalidad, el énfasis en ponerla como un hito, se debe a que Paula Robison es una gesta con amplias perspectivas de seguir enalteciendo al instrumento que ella escogió desde la edad de 20 años cuando Leonard Bernstein la invitó a tocar como solista en la Orquesta Philarmónica de Nueva York. Y es que con fibra todavía para serlo no se ciñe exclusivamente a ese campo sino que se amplía en otros de estupendos efectos en la formación de las nuevas generaciones: educadora, compositora, promotora cultural, directora.

La Robison creadora, ha presentado recientemente una trinidad de exquisitos montajes basada en canciones italianas en la cual —desde luego— la flauta es la ocupante del trono. Amarilli de Caccini. O cessate di piagiarmi de Scarlatti y La Serenata, de Tosti. Si de su inteligencia puso, no podía dejar de participar en el desfile de los encantos, La Serenata para cuerdas en Sol mayor, de Mozart.

Fue reproducido el homenaje por la televisión culta en la espiral de accesos que tan influyente medio está ofreciendo al mundo ávido de conocer y gozar a los artistas que con su constancia y firmeza, cada uno en su especialidad, Paula con su flauta, contribuyen a que de ninguna manera oscurezca una luz que nació para ser eterna.

La Prensa Literaria

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