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Era bonita

Raúl encendió un cigarrillo y se tiró pesadamente sobre el sofá, fumó despacio, como lo hacen los condenados a muerte, sosteniendo el humo entre cada bocanada, jugaba a hacer aritos mientras en su cabeza los pensamientos de odio, frustración y miedo se confundían con los de Patricia. —¡La muy maldita! —se sorprendió diciendo en voz […]

Raúl encendió un cigarrillo y se tiró pesadamente sobre el sofá, fumó despacio, como lo hacen los condenados a muerte, sosteniendo el humo entre cada bocanada, jugaba a hacer aritos mientras en su cabeza los pensamientos de odio, frustración y miedo se confundían con los de Patricia.

—¡La muy maldita! —se sorprendió diciendo en voz alta.

Sin embargo, una calma casi sicópata lo había invadido desde que supo la maldita noticia.

—Es tarde —pensó— voy a llamarla.

Se detuvo frente al celular, su cerebro no podía ordenarle a los dedos que marcaran el número, así que dejó la difícil tarea al corazón, en su oreja el tono del teléfono le parecía una invitación a marcharse, olvidarse de todo el asunto y simplemente correr.

En la calle hacia frío, el hombre se frotaba las manos mientras esperaba que le sirvieran el café que hacía buen rato había pedido, las flores que compró antes de llegar le daban un toque hermoso a la mesa sarrosa en la que se había sentado.

—Me gustan los claveles —pensó mientras se pasaba las flores por la nariz.

La mirada estaba muy al pendiente del segundo piso de la casa donde vivía ella, las 4:30 ya era tarde, sin embargo no se desesperó.

—¿Sos vos Raúl? —dijo Patricia esperando que alguien diera señal de vida.

—Sí, soy yo, perdón, no te escuché contestar.

—Pensé que no ibas a llamarme más.

—Sí, yo también lo pensé.

—¿Qué querés?

—Verte, ¿podés venir a mi casa? —dijo Raúl después de una breve pausa.

—No creo, tengo cosas que hacer.

Raúl se sintió aliviado, en el fondo no quería hacer esa llamada, respiró hondo mientras absorbía un poco más del cigarro que se consumía en sus manos.

—Si no podés está bien, tranquila —dijo por fin.

En su corazón Patricia pensó que quizás existiese una posibilidad de que Raúl la perdonara, los ojos se llenaron de lágrimas de esperanza, carraspeó un poco para que su voz no sonara quebrada al teléfono.

—Voy a ir, lo que tengo que hacer no es tan importante —dijo por fin— está bien, te espero. Te amo Raul.

Pero Raúl no alcanzó a escuchar esa última frase, ya había colgado el teléfono. Con la misma paciencia con la que acostumbraba a fumar abrió la botella de vino, se sirvió una copa, encendió otro cigarrillo y lo disfrutó más que muchos en su vida. Imaginó a Patricia arreglando apresuradamente el cabello, haciendo su cola de caballo que la hacía ver más sensual, la imaginó tomando el suéter que le regaló en Navidad y poniéndoselo sobre los hombros como acostumbraba a hacer.

La vio salir, cerrar la puerta y asegurarse que la cerradura estaba bien puesta, el suéter sobre los hombros la hacía ver más bonita, la vio caminar apresurada y abrazarse a sí misma para protegerse del frío. Dio un sorbo grande a la taza de café, tomó las flores y salió tras ella. Los ojos se clavaron en su maravillosa figura.

—Sí que es bonita —pensó.

Dobló la esquina sin preocuparse por nada más que por Raúl, se sentía contenta, si no regresaban por lo menos podría explicarse, de sus pensamientos la sacó la voz de un hombre que hacía tiempo le hablaba.

— Señorita Patricia —decía el hombre.

—¿Sí, dígame? —contestó ella.

—Esto es para usted.

En su sillón Raúl disfrutaba del vino sin pensar en nada, fumando como siempre, tranquilo, simplemente esperando. El teléfono celular comenzó a sonar, lo dejó un rato para asegurarse que no se habían equivocado de número, al fin contestó.

—¿Sí, diga?

—Don Raúl …está hecho … era bonita.

La Prensa Literaria

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