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Madre e hijo. Fotografía de Juan Rulfo.LA PRENSA/EFE

Rulfo, dormido o despierto

Me encontré con Juan Rulfo en diversas ocasiones, la primera de ella en San José en el año 1964, recién llegado yo allá, y cuando comenzaba a descubrir que había otra manera de describir la realidad rural que no fuera la edulcorada prosa vernácula que aún reinaba en América Latina, académicos que se ponían guantes […]

Me encontré con Juan Rulfo en diversas ocasiones, la primera de ella en San José en el año 1964, recién llegado yo allá, y cuando comenzaba a descubrir que había otra manera de describir la realidad rural que no fuera la edulcorada prosa vernácula que aún reinaba en América Latina, académicos que se ponían guantes quirúrgicos para tocar el mundo campesino, con miedo de contaminarse con el lenguaje popular, y por eso lo entrecomillaban. Esa otra manera era la de Rulfo, que bajaba hasta las honduras de ese mundo y se convertía en parte de él, se fundía en sus sombras, y hablaba con sus voces.

Por eso lo admiraba tanto, encandilado por mis repetidas lecturas de sus cuentos de El llano en llamas, y luego por la lectura de Pedro Páramo, y novato y desconocido para él como era, me atreví a llamarlo por teléfono al hotel Balmoral, donde estaba hospedado como parte de una delegación de escritores mexicanos que andaba en no sé qué trámites, e invitarlo a cenar, algo que aceptó, o entendí yo que había aceptado, porque cuando me presenté al hotel a recogerlo salía en ese momento a otra cena oficial, y tímido y humilde como era se deshizo en excusas conmigo y me dedicó, allí mismo en el mostrador de la recepción del hotel, mi ejemplar de Pedro Páramo, que quedó en la vitrina de tesoros que conservo, junto a la pluma de Fernando Gordillo y la pipa de Julio Cortázar.

Luego lo vi otras veces en la ciudad México junto a Lizandro Chávez, que me lo volvió a presentar varios años después, y compartimos largos e inolvidables almuerzos en el Bellinghausen, un restaurante alemán cercano al Instituto Indigenista donde trabajaba, una figura que siempre quería pasar desapercibida entre la ruidosa clientela que llenaba el restaurante, y hablaba con una voz que costaba oírle, pero había que oírlo, un tejedor de historias que nunca terminaban, superpuestas unas a otras como las voces de Comala, que nunca lo abandonaban.

Y la última vez que lo vi, que fue seguramente en Frankfurt en 1976, para la Feria del Libro, dedicada ese año a América Latina, y donde estuvieron también Julio Cortázar, Ernesto Cardenal, Mario Vargas Llosa, Manuel Puig, José Donoso, y Rulfo siempre callado, siempre rumiando la novela que ya nunca más escribió y que iba a llamarse La muralla.

¿Cómo se sabe si un escritor se volvió entrañable para siempre? Sabiéndolo de memoria. Por eso siempre puedo repetir, dormido o despierto: vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo…

La Prensa Literaria

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