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Caminantes. Fotografía de Juan Rulfo. LA PRENSA/EFE

Fotógrafo del inframundo

Juan Rulfo, no sólo dejó escrita la grandeza y miseria de una tierra, sino que, como fotógrafo, consiguió eternizar un mundo de vida y ruinas, dureza y ternura El México de Juan Rulfo, el fotográfico, con imágenes en blanco y negro de paisajes, arquitecturas y gentes, revela el corpus de un inframundo visual mágico, dramático […]

  • Juan Rulfo, no sólo dejó escrita la grandeza y miseria de una tierra, sino que, como fotógrafo, consiguió eternizar un mundo de vida y ruinas, dureza y ternura

El México de Juan Rulfo, el fotográfico, con imágenes en blanco y negro de paisajes, arquitecturas y gentes, revela el corpus de un inframundo visual mágico, dramático y sombrío, luminiscente y onírico, campesino e indigenista, el cual traza coordenadas de alterabilidad, previa y a la par en su tiempo, con sus dos narrativas cumbres: El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955).

“Él comenzó viendo antes que escribiendo”, testimonia uno de sus hijos, Juan Carlos Rulfo; sugiriéndonos que para llegar a mayor entendimiento de su obra narrativa, la fotografía es una clave complementaria, dado que se dedicó a ella desde que tenía unos 18 años. “Yo no sabía leer y lo primero que vi en la vida fueron sus fotos, abría cajones y había fotos, lo veía usar su cámara”.

En 1946 comenzó a trabajar como vendedor de neumáticos para la empresa Goodrich Euzkadi, lo que le permitió viajar por buena parte de México y simultáneamente tomar fotografías con su cámara Rolleiflex, con visor de cintura, a la que le llamaba afectuosamente “Clarita”, tal vez en alusión a su esposa Clara Aparicio, con quien se casó en 1947.

Dos años después, 1949, publica en la revista América número 59, sus primeras once fotos, y tres años más tarde sus fotos de Metztitlán, en la revista Mapa número 194, dando así por inaugurado — antes que su literatura— su camino de “Fotógrafo del inframundo”, y acumular en sus cajones para zapatos unos seis mil negativos, dignificando el registro visual del “foto-realismo mágico mexicano” del siglo XX.

Es pues, su arte fotográfica, una mirada a ese México de todos los tiempos, el de la arquitectura de la conquista española, el de las gentes de la revolución de 1910, y la “revolución cristera” (1926-1928); esta última donde perdió a su familia, quedando en la orfandad y con el nombre de pila de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno. Su vida familiar estuvo signada por la violencia, muerte y desamparo. De este entorno jalisqueño, aislado, mísero, fanático y violento, de comunidades campesinas mexicanas mantenidas en la marginalidad y el olvido se nutrió su literatura, la cual dio a conocer sus fantasmales pueblos de Comala (Pedro Páramo) y Luvina (El llano en llamas), y sus gráficas que develó como su inframundo rulfiano, ambos asentados literariamente y artísticamente, con sus paisajes y arquitectura, para la posteridad.

Inframundo lo lanzó internacionalmente

Seis años antes de su muerte, en 1980, Rulfo acepta a regañadientes la propuesta de realizar una exposición de 100 fotografías, seleccionadas de 1940 a 1955, que muestran la cara del México indígena y campesino, las cuales se exponen en el Instituto Nacional de Bellas Artes, y publican en el libro Inframundo, lanzándolo como uno de los más grandes fotógrafos mexicanos.

Y es que Rulfo tenía sus referentes: su biblioteca llegó a albergar unos 10,000 libros, 800 de los cuales eran sobre temas de fotografía. Asimismo, se afirma que conoció el trabajo técnico de fotógrafos del paisaje y arquitectura, como Manuel Álvarez Bravo, Edward Weston, Guillermo Kahlo, Hugo Brehme, Agustín Víctor Casasola, Tina Modotti, Agustín Jiménez, y que cultivó gran amistad con Antonio Reynoso y Gabriel Figueroa.

Un ensayo de José Carlos González Boixo, editor de Pedro Páramo, en España, propone una caracterización del corpus fotográfico conforme a sus temáticas recurrentes que “trazan un deslinde imprescindible entre el lenguaje fotográfico y el lenguaje literario”. No se trata, comenta Manuel Rodríguez, de una visión turística, sino de una reflexión sobre los pilares de la cultura mexicana contemporánea.

Formas que se niegan a ser olvidadas

Si bien la primera exposición que lo dio a conocer internacionalmente fue la de 1980 con Inframundo, y otras que le siguieron, su historia registra otra más pequeña: en recientes años el editor Jorge Zepeda publicó el libro Tríptico para Juan Rulfo, un compendio de 530 páginas, de poesía, crítica y fotografía, que reconstruye con 23 fotos pioneras su primera exposición de 1960, capturadas en Puebla, Tlaxcala, Guerrero, Guanajuato y Jalisco. En ella aparecen los bailarines de la compañía de danza de Magda Montoya, captados en 1953, “Campesinos de pie”, “Venta de aguacates”, “Campesino de frente” y “Vista de Taxco, Guerrero”, y otras con sus paisajes rurales, montañas, troncos que semejan bestias fantásticas, cactus, magueyes.

Juan Rulfo dejó un legado fotográfico de aproximadamente seis mil negativos, muchas tan extraordinarias como las que se han reproducido en catálogos, libros, revistas, y en portales de internet. Juan Rulfo, el escritor que también hacía fotos, redactó no menos de 400 textos sobre arquitectura y, según sospecha Víctor Jiménez, tenía la intención de escribir una historia ilustrada de la arquitectura de México.

En su ensayo, Formas que se niegan de ser olvidadas, el escritor Carlos Fuentes afirma que “las fotografías de Juan Rulfo, ahora reunidas, parecieran atestiguar a primera vista, por más que retraten desiertos, pedregales y muros desnudos, una maravillosa transparencia líquida, como si fuesen retratos de agua. Es como si Rulfo se asomase fuera de las tumbas de Comala para descubrir la luminosidad de las sombras”.

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La Prensa Literaria

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