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Bailarinas chinas ejecutan una danza tradicional.LA PRENSA/AP

Palabra y arte de China

Al llegar al Aeropuerto Internacional de Taoyuan de Taiwán, oigo una sonata de Schumann. En el estilo se esparce la melancolía, el exótico placer de estar en las antípodas. Avanzando en la portada donde se alzan los méritos de la arquitectura moderna gustosa en arañar el cielo, se acentúa el afecto hacia los maestros de […]

Al llegar al Aeropuerto Internacional de Taoyuan de Taiwán, oigo una sonata de Schumann. En el estilo se esparce la melancolía, el exótico placer de estar en las antípodas. Avanzando en la portada donde se alzan los méritos de la arquitectura moderna gustosa en arañar el cielo, se acentúa el afecto hacia los maestros de Occidente sin que hayamos sentido —en ese momento— la estrategia de intercalarlos con la música de los homólogos chinos. Y a Schumann le sigue Mozart a través de los divertimientos. Y luego los faustos de Beethoven.

Vivir de la música es una felicidad. Ella siempre celebrante. Y dándole insumo a la sospecha trivial intuyo: por qué en la delantera —ésos son los aeropuertos— aún no escucho a un Bach o a un Beethoven chino, pues en la grandeza antigua de su arte los deben tener. Tantos jirones queridos en la gala del mundo siguen pendientes de ser gozados. El agrado no cesa aún y se prolonga en las anchas pistas y en el automotor que nos lleva a Taipei se enciende de nuevo la luz de la armonía occidental para demostrar que esta civilización ha tocado sus entrañas, para regalarnos —brevemente— a una emisora cuya especialidad es difundir las 24 horas en A.M., música clásica proveniente de América, de Europa. Tanto en chino como en inglés ilustra a la audiencia sobre el contenido de la creación de esas latitudes de las que no pueden escapar Héctor Villalobos, Irvin Berlin o Camilo Zapata cuya música oí también en Corea. Universales y autóctonos en el “largo metraje” hay ahí una acuciosa escogencia para que ningún ritual escape del homenaje.

Se oyen eruditas glosas de comunicadores chinos reflejando la talla de consagrados en el estudio de la singularidad. También hay otra fuente de donde brota con la misma perseverancia la música típica, la propia, la china que escuchándola, lineal, y misteriosa, complace la necesidad de identificarse con lo desconocido, con el arcano de la consonancia. Bach ocupa horas en el dial de Taiwán asociado a veces con las radios cultas de otros continentes

Al alternar con la velocidad de las motonetas indispensables se pinta en la calle el óleo en que una de ellas sintetiza el movimiento cotidiano de la vanguardia retórica, del despertar del dragón. El símbolo cobija también la techumbre marmórea de la sala del Shaw Chwan de Luckang, una comunidad rodeada por medio millón de habitantes con el buen vestir del señorío arquitectónico, donde se da el concierto de piano que anduvimos buscando. El sitio está hecho para la salud y el goce. El piano es de larga y tersa cola. Está solo pero acompañado de todo lo que ofrece la literatura pianística. El instrumento no tiene las manos de nadie, de ningún ejecutante encima de su teclado. El concierto se desarrolla para extrañeza de los concurrentes, sin pianista. Puede verse al instrumento agitándose, exteriorizando la sensación de que está manoseándose solo. El concertino es como un fantasma que invisible, desde adentro como marrullero ordena el toque de la melodía. Cómo explicar que las teclas se mueven al compás de las manos ausentes. La intachable maquinalidad conlleva a la presunción de que esa excéntrica demostración puede convertirse en una norma que impediría al artista ganarse el sustento de la existencia después de haber pasado tanto perfeccionándose en el conservatorio. Piezas apeladas en la desabrigada ocurrencia correspondieron a las baladas de Chopin y su marcha fúnebre en la cual por su tristeza, fulgurante y mortal, se daban más presunciones al espejismo. Parecía tocar un muerto, la reincorporación al mundo de los vivos del alma de algún Rubinstein aburrido de vegetar en el silencio.

¿Y la ópera china? Otra buscada. Bastaba con ir al Colegio Nacional de Artes Dramáticas para trasoñar como era ella. Estamos en un país donde la juventud impone su capacidad. Sólo de jóvenes estuvo lleno el elenco de aquella interpretación en que se juntaron la acrobacia, el canto, la soltura de las espadas y la música tocada por una orquesta absolutamente china en la constitución de sus instrumentos, vibrante en su retumbar, en su puntaje alegórico. El argumento y la música son de autores desconocidos. La obra expuesta se llama La Serpiente Blanca, más a tono con la actuación La Serpiente Enamorada, porque es esa desesperada y dulce animosidad la que expresa con su tesitura de soprano. Visible la capa saturada de colorido con sus borlas plateadas, la candileja es la luz del sol.

Los artistas están de frente al público. Huyen del camerino agazapado donde generalmente se afinan las cuerdas de la belleza. Estando en primera fila puede verse cómo se maquillan, cómo se transforman. Pasaron desde la niñez pulsando los aros de la alquimia, modulando la voz, ejercitándose para concentrar toda esa experiencia en la cápsula de una hora. La serpiente toma la forma de una mujer bella, se introduce al palacio y se enamora apasionadamente de él en una relación febrilmente compartida. Cuando están dispuestos a casarse el sacerdote designado para oficiar la ceremonia haciendo de barítono sabiendo que ella es una serpiente se rebela a bendecir las nupcias y ahí es donde comienza el drama. Espadas astutas dominan el paisaje de la ópera vivificada por la combinación de los efectos orquestales, campanas, tambores, harpas típicas, panderetas. Cómo no admirar el rigor del acompañamiento musical, los acordes tan claros como las palabras. La imprudencia de haberse tomado una copa de vino con la cual celebraba la correspondencia de su príncipe azul, la volvió a su forma original. Destrozadas las ilusiones murió de amor, el vino haciendo de manzana en el paraíso de Eva. En el último acto el barítono la bendijo con su canto fúnebre mientras el hilo agudo del violín chino dejaba de suspirar.

La Prensa Literaria

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