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Madre

A María Leticia Duarte Zapata Dic. 1935/ Oct. 1999 Madre, aquí la luna se empecina en salir incluso en ser hermosa algunas noches y es más grande el vacío de tu ausencia que el agudo dolor de tu partida. Cuánto de vos se me quedó en los ojos, cuál de mis gestos es más tuyo […]

A María Leticia Duarte Zapata

Dic. 1935/ Oct. 1999

Madre, aquí la luna se empecina en salir

incluso en ser hermosa algunas noches

y es más grande el vacío de tu ausencia

que el agudo dolor de tu partida.

Cuánto de vos se me quedó en los ojos,

cuál de mis gestos es más tuyo que mío

qué ley universal se está cumpliendo

si te siento vivir en la hoja que leve besa el viento.

Madre, qué fue de lo que un día fuimos

vos una muchacha de mirada limpia

yo, acunado en tu regazo oyendo tu voz dulce

y el mundo en el vaivén de aquella silla.

Cuántos días fueron felices en tu vida

cuando el ansia por los fines de semana

la casa sola, las chicharras bajo el sol a mediodía

la radio vociferando en la repisa.

Las lluvias torrenciales y explosivas

la sombra maternal del tamarindo

el vuelo de las trenzas de la abuela

el panteón con sus luces de colores.

Mis temores conjurados en tu cuello

la fragancia de los mangos en la troje

la trama de retazos de la tarde

el café que alborotaban las comadres.

La guitarra y mi tío en nubosas carcajadas de tabaco

tibia espuma de la leche en las mañanas

pantalones con bordados de satín de mis hermanas

“life” llegando con mi padre y la alegría…

Y una fría madrugada en los sesenta

con los rusos y los gringos disputándose la luna

salimos de aquel mundo de magia de la infancia

destartalado el camión, heridos el pudor y el alma.

Cuánta vida costaría ese viaje

que iniciamos en un insólito solar baldío

olores a basura y abandono: Acahualinca

correntadas de jabón, anillo de miseria, cinturón de olvido.

La dureza sin matices de esos años

atrapados en el vértigo del tiempo

el dolor como centro implacable de tu casa

y el milagro sentado diariamente a nuestra mesa.

Veintiséis años cuidando a tu pájaro de nubes

y al hombre que el trabajo partió en dos

volando se fueron a otro cielo sueños de juventud

y se te fue marchitando el amor como las manos.

Terremotos, huracanes y sequías, maremotos, pestes

dictadura, erupciones, ausencia de los hijos, guerras

entre el Fifí y el Mitch, tus ojos impávidos de asombro

entre el encanto de Jacqueline Kennedy y la dureza de Bárbara Bush.

Madre, te veo claramente en la penumbra del cuarto

pariendo a mis hermanas bajo una lluvia de siglos

estruendo de truenos y relámpagos la noche

la comadrona y vos, yo temblando y afuera la furia en la tormenta.

Te veo también con tu bastón de aluminio

la sonrisa serena, de vuelta ya de todo en Sta. Rosa

en el vano de la puerta, completando el ciclo

de regreso al origen, con el ánimo de una última mirada…

He temido por años escribirte estos versos

sabía que desbordarían los recuerdos y me dolería el alma

también que no hay palabras que puedan reconstruir tu historia

porque sabemos que moriste cada día para darnos vida.

He llorado, mamá, cada palabra; por tu perdón,por tu orgullo de madre, por tu varón, por tu hijo por los años de ausencia, por los besos que no supe dartepor tus nietos que engendré y no conocimos.

Es tarde, mamá, no alcanzaste a mirar el nuevo siglo estás viviendo ahora en la región de las sombras espero que sea dulce y reposado tu sueño no temas, no haré ruido, no me podría perdonar si te despierto.

Monte Tabor Octubre 2006.

La Prensa Literaria

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