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Meditación. Pintura de María Gallo. LA PRENSA/ARCHIVO

Retrato de una madre con su hijo

Por esa tu muerte repentina, prematura, temida, inesperada, yo que recuerdo tantas voces, tantos rostros … no puedo visualizar tus facciones ni evocar tu voz. Fue necesario olvidarlo todo para conjurar el dolor de esa “muerte por asfixia” (según el parte médico) ocurrida en familia durante un vuelo Managua-Miami. Naciste (Elvira) en el estado de […]

Por esa tu muerte repentina, prematura, temida, inesperada,

yo que recuerdo tantas voces, tantos rostros …

no puedo visualizar tus facciones ni evocar tu voz.

Fue necesario olvidarlo todo para conjurar el dolor

de esa “muerte por asfixia” (según el parte médico)

ocurrida en familia durante un vuelo Managua-Miami.

Naciste (Elvira) en el estado de Pennsylvania en los años 20;

de ascendencia asturiana (con ancestros en Cangas de Tineo,

hoy Cangas de Narcea).

La Gran Depresión económica del 29, obligó a mi abuela

Mercedes —madrileña, criada en Estados Unidos—

a emigrar con sus cinco hijos a La Habana,

donde la menor falleció y transcurrió parte de tu niñez (Virita).

Trabajando en el Despacho de Servicio a Pasajeros

en el Aeropuerto Internacional de Miami (Vira)

conociste a mi padre.

(La muerte de tu novio, piloto, en un accidente aéreo,

te había hecho renunciar a tu puesto de aeromoza de PanAm

y aborrecer los aviones… los despegues… los aterrizajes).

Con cierta nostalgia habrás recordado siempre

los primeros años de matrimonio en Manhattan (la Vera),

cuando mi padre todavía era tu “Tyrone Power”,

y el aterrizaje definitivo en la Managua de la Doña Vera;

aquella ciudad asoleada y polvorienta donde nací a mitad del siglo.

(Dos años antes que mi hermana Yvonne,

así llamada en honor a Yvonne de Carlo).

Después … tu soledad; la inadaptación, el aislamiento.

El puño del páter familias dominante; sus celos patológicos

(difícil vislumbrar en aquel “Big Daddy” al joven que

componía coplas e imitaba a Chevalier).

De niño te acompañaba a todas partes

(“ojos y oídos” inconsciente de mi padre):

a la tienda de conservas de Juan Wong, a la Farmacia San Antonio

de mis tíos Petronio y Mary

(en quienes siempre encontraste apoyo y comprensión).

Largas horas esperándote en antesalas de consultorios y

salones de belleza; releyendo Écran, Cinelandia.

Velándote durante tus prolongadas enfermedades,

dibujando; sumergido en el tomo empastado de Los Miserables o

devorando historietas mexicanas: Vidas Ejemplares, Vidas Ilustres…

Luego llegó la bonanza económica: la casa en Los Robles,

el Garden Club. Pero con ella, el miedo a perderlo todo;

al comunismo, a tener que ir a “lavar platos a Miami”.

(Exilio que llegaría pero que la muerte no te dejó ver).

Y el eterno refugio: el cine.

Las salas olorosas a esa mezcla entrañable

de rosetas, humo de cigarrillos y aire acondicionado.

El cine que nos hacía sentir en casa en todas partes.

Me transmitiste las fobias, las depresiones

(la sensación de vivir bajo una espada de Damocles); pero también

el amor al Hollywood en technicolor y blanco y negro.

A Fra Angélico, al Quattrocento, al Caravaggio y a Van Gogh.

A la música de los elepés: “Abril en Portugal”, Perry Como;

el Concierto de Varsovia, la polonesa de Chopin, la Rapsodia Húngara.

(De mi padre heredé lo telúrico: la formación académica,

la adicción al trabajo, la dipsomanía, la proclividad al amor profano;

junto con la pasión por Darío y los tangos de Gardel).

Los domingos, las campanas evocaban lo ignoto:

El tercer misterio, el pecado mortal, el otro mundo.

El rezo del rosario. La misa de doce en Catedral.

Los pordioseros en el atrio.

Los desfiles, las procesiones, los entierros…

15 años tenía la última vez que hablamos.

¡Yo que recuerdo tantas voces, tantos rostros …!

La Prensa Literaria

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