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No hay nada en la paila. Aparicio Arthola.LA PRENSA/O. VALENZUELA

Mariana: un viaje al interior

Mariana se presenta como la amalgama de mujeres que conforman un país pobre como Nicaragua y otros más, cada una sonriendo a su manera como el gato de Alicia. En cada rincón del país de las maravillas los hongos crecen por los caminos que llevan a donde quieras, pero sin retorno porque el viaje es […]

Mariana se presenta como la amalgama de mujeres que conforman un país pobre como Nicaragua y otros más, cada una sonriendo a su manera como el gato de Alicia.

En cada rincón del país de las maravillas los hongos crecen por los caminos que llevan a donde quieras, pero sin retorno porque el viaje es de una sola vía, allí los colores de las tristezas van tejiendo trajes para todas ellas.

I. La Sonrisa de Estela

Un día de éstos adentrándome por los bochornosos y desolados paisajes de Occidente me encontré con Estela. Sus rutas de olvido ya están colmadas y no tiene más espacios para esconder las cicatrices de los 39 años de haber sido una más en la solana. Sus manos no expresan cansancio porque no hacen ningún gesto, pero sus ojos lo cuentan todo, hasta el hambre que se les derrama a sus hijos en esa comunidad donde por primera vez se asoman los programas de capacitación para mujeres pero que no le sirven para nada.

Su sonrisa de maíz al recibir el diploma no logra descifrar el horizonte de la política de género del Gobierno, que según dicen “será más eficaz”.

Hay una larga fila de mujeres curtidas recibiendo los cartoncitos garabateados por la computadora imitando caligrafía de invitación de boda. Estela lo agarra y lo mira con desconfianza, como si le fuera a morder…

¡Felicidades Estela! le digo igual que a todas, y le paso un brazo por la espalda mojada de sudor de mediodía, acercándola para sentir su pobreza con olor a tierra desamparada. Las dos intentamos un beso en la mejilla que yo todavía recuerdo en los días de sequía cuando mueren las milpas…

Hoy estoy evocando a Estela con su cartón en la mano, su sonrisa tímida como maíz por desgranarse y gesto de dolor cuando abracé sus costillas flacas y lastimadas. Su falda floreada se movía al ritmo de sus caderas flacas cuando se alejaba con el cartoncito bajo las dos de la tarde rumbo a la comunidad de Vijagua del Jicaral, allá en León Santiago de los Caballeros…

La Sonrisa de Martina

Viajando por esos tabacales cobijados con blancas sabanas que guardan nostalgias de tiempos mejores, el aire que ya no es fresco me dolió en la cara y el paisaje fértil de Jalapa despertó mis recuerdos y de repente, todo aparecía como antes, lleno de pinares eternos y aguaceros benditos.

Por entre pinos viene bajando la Martina, amplia de cuerpo y alma y con una sonrisa de coco que se vuelve más blanca en ese rostro costeño y bruñido por el hollín del fogón que nunca apaga.

Su voz con tono a lo “Hady Lamar” llegaba todas las mañanas a levantar mi ánimo en la distancia de cielo y caminos de polvazales que separan Jalapa de la capital: “Vamos niña, vamos a platicar…”

Martina llegó a ser mi mejor amiga por aquellos senderos olvidados donde mi alma se estrenaba entre desconciertos y esperanzas. Todas las mañanas, en ceremonia secreta, ascendíamos entre los pinares hasta poder divisar juntas las lejanías y soltar al cielo los sueños que llevábamos encerrados, buscando leer una señal en la desdibujada carretera de macadán por donde pasaba la camioneta blanca, nuestro “Pegaso” símbolo de la libertad, que algún día me regresaría a mí a Managua, y a Martina quien sabe por qué rumbos desconocidos o planeta lejano que nunca me mencionó.

Martina, siempre tan bulliciosa, entonces enmudecía y quedaba absorta con la mirada perdida en las espirales de polvo que se levantaban en cada recodo cuando el busito colectivo serpenteaba por el camino, y su alma se transportaba hacia ese espacio en el infinito nunca revelado. Un silencio del tamaño de Las Segovias nos embargaba hasta que el horizonte de polvo desaparecía rompiendo la magia, y la negra de voz grave iniciaba de nuevo su algarabía riendo a carcajadas y diciendo: “Vamos niña, que dejé en el fogón los frijoles”.

La negra había llegado desde Honduras con su familia a esos rumbos madereros, seducidos por la fiebre de los aserríos de la desolación que aseguraban un salario que daba para los tres tiempos de comida.

En la noche de Las Segovias la Martina plancha con carbón mientras el tizón de su mirada se resbala en su séptima hija, la más pequeña, la que nunca la deja… y duerme acurrucada en el piso de tambo.

“Siempre tenemos leche y queso”, dice la negra siempre elegante que nunca se rinde, riendo de su triste suerte, porque además su hombre la quiere: “Sus siete hijos, toditos son conmigo…” Así caminan sus sueños curtidos de humo y aserrín de pino para vestir de vaqueros a sus tres varones y de princesas a sus cuatro negritas que duermen mientras la madre plancha arrugas en el alma con almidón de perdones.

Las chispas de sus ojos se confunden con las de las brasas que atiza en esa noche de grillos y música de cantina lejana, espiando por la ventana, entre cansancio y sueño, la sombra que no llega…

La mañana brillante en Santa Bárbara donde habíamos empezado el ordeño, se nubló al instante con las noticias trasnochadas del aserrío, que llegaron dibujando cenizas empapadas en llanto hasta mis puertas: “Señora, señora, se quemaron toditos menos la Camilita, la más pequeña, porque la Martina al despertarse en llamas la sacó de primera, luego se metió por los otros y nunca más salió”, gritaba con espanto doña Irma, la mujer de Don Higinio, el dueño del estanco-pulpería.

Atravesando Las Segovias donde los pinares casi han desaparecido, voy recordando a Martina con su risa de coco, mientras nuestra caravana avanza levantando una estela de polvo por la carretera y en una loma del recodo del camino, dos muchachas salen a divisarnos hasta que nos perdemos en el horizonte del camino…

La Sonrisa de las Elisas

Ayer leí que nuevamente estarán operando a los niños y niñas con labios partidos y paladar hendido y labio leporino, esa mácula congénita que estigmatiza a las personas desde su nacimiento.

Operación Sonrisa se llama la organización, donde generosos médicos del exterior se juntan con mujeres como Elisa, quienes cierran su guardarropa para abrir sus brazos y acurrucar niños ajenos con boquitas estremecedoras, sorbiendo sus angustias, al igual que Vivian con los niños quemados, sintiendo el dolor-olor en su propia piel de cada criatura chamuscada, o Amalia buscando repetir consuelos para los gritos de niños que sufren dos veces martirio con el cáncer y la quimioterapia.

La sonrisa más dura y triste es ésa, la de la Elisa que a fuerza de disimular el llanto, se pinta con un labial de Dior y se protege tras las gafas oscuras de Cartier para enllavarla en el alma.

La sonrisa amanece frágil en la casa de Elisa, multiplicándose para sacarle más tiempo al tiempo que no disfrutarán sus hijos y más espacio al espacio que le roba a su esposo, sin darle importancia a los reclamos caseros e ignorando y ese pequeño dolor que con frecuencia se insinúa en el pecho: “No es nada, todo está bien”, dice Elisa, para esfumar preocupaciones hogareñas y estar allí, en el lugar correcto, en el momento exacto para estirar sonrisas a los hijitos de otras, mientras disipa sus ansiedades dando muchas instrucciones y palpando delicadamente la bolita dura que se anida en su seno.

En fila interminable, a un número agarradas —como náufrago a una tabla—, las madres con sus hijos sin sonrisa, miran con ansiedad a los ojos de Elisa quien con una sonrisa seria tendrá que decidir cuántos pasan hoy y quiénes mañana, y mañana…, hasta terminar con el número trescientos, “quizás la próxima vez, sumemos otros doscientos más”.

Mientras tanto, en el pequeño cuarto de tabla y zinc, en un barrio sin agua de Managua, la pequeña Melba Elena a sus ocho años, se empina sobre un bloque haciendo equilibrios para alcanzar a ver el reflejo de su carita fea en el espejo roto que su padre usa por las mañanas, tocando con su dedito ese labio hendido que la hace diferente y ensayando muecas de sonrisas que lucirá un día cuando le llegue en suerte el número de Elisa.

Gabriela la del peligroso Barrio Dimitrov, coqueta a fuerza de la naturaleza de sus catorce años cumplidos, peina y aceita su pelo crespo y seco, y pinta y repinta su boquita ya remendada, para parecerse a la Julia Roberts, la mujer bonita del cine, a quien le hicieron una sonrisa hermosa los médicos de Hollywood.

Por la noche, en un cocktail de recaudación de fondos, Elisa con tres copas entre pecho y espalda y su sonrisa elegantemente congelada, saluda ensimismada escuchando los fabulosos comentarios de damas sofisticadas y caballeros bien vestidos, mientras su mano inconscientemente acaricia ese dolor desapercibido en el escote de su traje de Prada mientras su pensamiento vuela a la Operación Sonrisa sin prisa…

La Prensa Literaria

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