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El ingeniero

Dedicado a Annia Fernanda A los 17 años me bachilleré y entre tantos sueños, uno de ellos era estudiar Odontología o Medicina, sueños nada más porque esas carreras sólo las tenía la UNAN de León. Desde que estaba en la primaria me gustaba leer unos cuentecitos que vendían a diez centavos: Blanca Nieves y los […]

  • Dedicado a Annia Fernanda

A los 17 años me bachilleré y entre tantos sueños, uno de ellos era estudiar Odontología o Medicina, sueños nada más porque esas carreras sólo las tenía la UNAN de León.

Desde que estaba en la primaria me gustaba leer unos cuentecitos que vendían a diez centavos: Blanca Nieves y los siete enanitos, El Sastrecillo Valiente, La Cenicienta y muchos más. Ya en la secundaria con mis mesadas compré mi primera obra literaria: Novelas Ejemplaresª de Cervantes. Con una compañera de clase, amante de la lectura, nos íbamos al museo o a la biblioteca del instituto a prestar libros.

A mi mamá le gustaba leer LA PRENSA y estaba pendiente de entregarme el suplemento de La Prensa Literaria. Ella también influyó para que me gustara escuchar los noticieros de la radio, El son nuestro de cada día y un programa da análisis coyuntural llamado La Verdad aunque duela. Este escenario fue el ingrediente para matricularme en la UNAN a estudiar la carrera de Español., —En esa carrera hay que leer bastante –me advirtió la profesora que me matriculó–. No importa –le respondí.

Cuando me vine a Managua mi mamá alistó mis maletas: la ropa, un radio pequeñito, baterías, una linterna, sobres de bicarbonato, Hígado Sanil, dos pailas pequeñitas, una porrita, sobres de café instantáneo “Presto” y algo infaltable: un vaso de Zepol porque me acostumbré a untarme en los párpados y en las sienes para dormir plácidamente.

Mi primer empleo fue de dependienta en una librería evangélica. Los libros que me gustaban los leía y a todos los hermanos se los recomendaba. Se agotaban las existencias.

Un dolor que no pude superar cuando me trasladé a Managua fue haber dejado a mi perro, al que bauticé como Ingeniero. Me lo regaló don Juan, al que apodaban Juan de los perros porque tenía muchos de ellos y todos los días lo seguían al mercado donde les compraba pellejo y les daba de comer. Todos lo seguían en fila y por orden de tamaño.

Un día antes de mi partida el Ingeniero estaba triste porque dicen que los perros todo presienten, no se separaba de mí y andaba como quejándose. Cuando se acercó la hora de marcharme mi mamá y él me fueron a dejar a la parada y cuando arrancó el bus el Ingeniero se fue tras él, corría y a veces se detenía a ladrar, yo lo miraba por la ventana y no podía dejar de llorar. El bus avanzaba y el Ingeniero tras él. Después lo perdí y no pude saber si continuaba la persecución o se quedó en algún lugar, cansado, triste, sediento de tanto correr.

Los fines de semana que lograba visitar a mi familia, llegando a la casa le silbaba al Ingeniero y corría a encontrarme, pero la cuarta vez ya no lo encontré. Dicen que se murió, dicen que lo regalaron a un señor finquero, que lo sujetó con una cuerda a su caballo y lo fue arrastrando porque se resistía, no quería irse. Nunca supe la verdad. Lloré igual que el día en que lo dejé por primera vez y las veces que me acuerdo también lloro.

En septiembre de 1989 otro pedacito de mi vida también se diluyó: murió mi madre, un ACV le robó la vida. No me dio tiempo de verla, ni tampoco presentí su muerte porque para ventaja o desgracia auguro algunas situaciones que pueden afectarme, sea porque algo dentro de mí me lo dice o por medio de los sueños. Lo que sueño se me cumple, por eso me da temor. Además, mi mamá no me avisó. “Cuando me muera –advertía– te vas a dar cuenta o yo pasaré avisándote”. Molesta le respondía: “Si no me quiere, llegue, si quiere llevarme con usted a la tumba, llegue”. Ella sabía que soy miedosa, quizás por eso no me avisó: ni en sueños, ni en presentimientos, ni directamente.

Dicen que algunos muertos salen porque tienen alguna cuenta pendiente o sólo para decirte adiós. Una vez sentí que alguien se sentó a mi cama y tomó mi brazo, yo no pude hablar, quería gritar y fue imposible; mi cuerpo lo sentía pesado también. A lo mejor estaba soñando. Me puse a rezar y me volví a dormir. Al día siguiente, cuando estaba repasando para un examen sentí que alguien pasaba varias veces por la ventana que daba al patio, después miré que se asomaban rápidamente. Fui a despertar a mi mamá y le conté que la cara que había visto era igual a la de don Cándido, un señor de unos 55 años que conocimos cuando vivimos en Acoyapa. Se dedicaba a la zapatería. Me regalaba cuentos y me enseñó a llenar crucigramas. A la semana siguiente nos enteramos que había muerto. Por eso me asombré que no haya presentido la muerte de mi madre y no creía cuando me dieron la noticia. “Tal vez es un error – decía llorando–, por favor vuelvan a llamar para confirmar, si hace tres días estuve con ella”. Ella sí presintió su muerte. El último día que la vi me pidió varios favores: “Cortame las uñas de los pies y de las manos, cortame un poquito el pelo, ordename esa cómoda, buscá quién corte el monte del patio. Si me muero –advirtió– muero limpia y en lo limpio, sin ningún desorden, para no darle mala impresión a los que vengan a verme”. “Ve lo que se le ocurre, usted está sana y le tendré por buen rato”, le dije.

Como no pude ver a mi madre, ni oírla, ni manifestarle ni en vida ni en su muerte tantas palabras que no pronuncié, le escribí una nota y se la acomodé en sus manos para que la leyera en su nueva morada.

Usted

tomó su barca

sin velas y sin remos

y se fue

dicen que su voz se le apagó

y que su cuerpo quedó sin movimiento

dicen que lloró

y sus ojos tristes y cansados se durmieron

porque nadie llegó al puerto.

Se fue

y ahora está rodeada de más gente

más próxima

humana, diferente

yo estoy

igual que su barca

sin velas y sin remos

en el centro del mar.

La Prensa Literaria

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