Cuando quiero llorar
me escondo en el segundo cajón del aparador.
Entre el arrugado mantel bordado a vainica
y un rosario de cuentas desgastadas.
Allí nadie ve que ha muerto mi sonrisa
ni el musgo, ya amarillo,
que brotó de mis solitarias manos.
Allí mis gritos se mezclan
con el fuerte olor a naftalina.
Y no hay ojos que reclamen respuestas,
miradas sentenciosas
que anuncien fracasos.
Allí, afónico el dolor,
termina por evaporarse.
Impasividad
Permanezco sentada en el sillón
mirando el tiempo
mientras miles de personas
cruzan las innumerables calles que parcelan esta ciudad;
mientras los trenes, llenos de prisa,
realizan sus monótonos trayectos,
para cumplir formalmente con las estadísticas;
mientras el mundo gira en una sola dirección
y sacos de plegarias son enviadas al cielo por e-mail
y las personas se miran y se tocan.
Pero yo dejo pasar los segundos, los minutos, las horas…
que ven nacer y morir personas;
los segundos que, en diferentes países,
ven nacer y morir los días a destiempo
y sentada en mi sillón, desgastando los relojes,
lloro la impasividad que me tocó
en aquel fatídico sorteo.
(Guadalajara, 23 de junio de 2000)