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Herido de Muerte. Linoleo. Carlos Barberena. LA PRENSA/ ARCHIVO

Ojo por ojo

Después de los destrozos causados por las balas, los morteros y las granadas, un espeso silencio cargado de humo y olor a pólvora cubrió el terreno. En la medida en que se disipó ese humo, el silencio también se retiró y comenzaron a escucharse lamentos y voces de mando. “Revisen el área, ayuden a recoger […]

Después de los destrozos causados por las balas, los morteros y las granadas, un espeso silencio cargado de humo y olor a pólvora cubrió el terreno. En la medida en que se disipó ese humo, el silencio también se retiró y comenzaron a escucharse lamentos y voces de mando.

“Revisen el área, ayuden a recoger a los heridos y los muertos. Tenemos que reorganizar la defensa”, ordenó un jefe.

Diseminados en el terreno se miraban cuerpos inertes o lo que parecían ser partes de algún cuerpo.

Los heridos, nueve en total, fueron ayudados a colocarse en un claro. Sólo dos eran graves, pero todos necesitaron de ayuda. Más allá, se acumularon los cadáveres de los héroes y mártires. Y más allá todavía, con mucho menos respeto, fueron amontonados los muertos de ellos.

Mientras se exploraba la zona del combate, un joven soldado alertó: “Cuidado, cuidado, ahí se movió alguien”. Un grupo de compañeros se aproximó rápidamente y rodeó el sitio.

El enemigo estaba herido en una pierna. No tenía municiones y había sido abandonado por los suyos. Fue sacado de entre los arbustos a empellones, y alguien también lo haló del cabello.

El hombre no decía nada, ni siquiera un lamento. No se dignaba a ver los ojos de sus captores. A empellones y con júbilo, el grupo lo llevó donde el jefe. El capturado lanzó una frase indescifrable al que comandaba a sus enemigos.

Comenzó una apurada comunicación con la base:

—No, no parece un contra cualquiera, creemos que es de alto vuelo. No, no ha dicho nada. No, no quiere identificarse.

Las órdenes fueron escuchadas por todos, claramente, a través del radiocomunicador: que se tomaran todas las precauciones necesarias para que no escapara, había que trasladar al reo hasta la base, que garantizáramos la vida.

Después de ser examinado por el sanitario del pelotón, quien le brindó los primeros auxilios, al reo le fue vendada la herida. Se determinó que podría caminar hasta el sitio donde aterrizaría el helicóptero que también trasladaría a nuestros muertos y heridos, a poco más de quinientos metros de donde se dio el enfrentamiento. Los oficiales de contrainteligencia del batallón querían interrogarlo.

De entre los soldados que resultaron ilesos en el combate se escogió a los más confiables para que lo escoltaran. Es decir, a los más disciplinados, decididos, responsables y bien dotados de municiones y coraje.

La marcha fue lenta porque además de la evidente dificultad con que caminaba el escoltado, los soldados iban extremando las precauciones. Tres soldados marchaban al frente del reo, otros tres a su espalda. Tras andar un buen trecho, casi a mitad del camino, los soldados intercambiaron palabras e hicieron algunas preguntas al reo. Éste persistía en su silencio.

En un recodo, una bala certera desplomó al joven soldado que encabezaba la custodia. Los otros reservistas, veloces, se lanzaron al suelo, y otras descargas erraron su blanco. El prisionero intentó huir, pero una ráfaga en las piernas lo obligó a arrodillarse.

La escaramuza fue breve, de apenas unos cuantos segundos. Luego el silencio, nuevamente el silencio. El reo, caído de bruces en el suelo, continuaba con su promesa de mudo. No se lamentaba, aunque se escuchaba agitada su respiración, el dolor contenido. Ahora ya no podría caminar.

Los soldados recogieron el cuerpo de su guía. Maldecían, y se esforzaban por evitar las lágrimas y el miedo: habían quedado sin quién los comandara, sin órdenes, sin comunicación, y el resto del pelotón aún no aparecía.

Discutieron con rabia. El Flaco, más alto y fuerte que los demás, asumió el mando. Levantaron al reo y lo obligaron a sentarse.

“Por vos, hijueputa”, dijo mientras grababa en las costillas del hombre las huellas de sus botas. El prisionero no se dignó a mirarlo, tampoco se quejó. Los otros soldados tampoco dijeron nada.

“Así no podemos llevarlo”, dijo como para sí mismo el nuevo jefe del grupo. Dio unos pasos para uno y otro lado, como buscando algo. Los otros sólo observaban. De pronto, el rostro se le iluminó como a un niño al que se le ocurre la mejor de sus travesuras, pero inmediatamente se le ensombreció con rabia.

“Vamos a hincarlo”, mugió.

Haciendo el gesto de quien se saca un bolígrafo del bolsillo desenfundó una bayoneta reluciente, con un filo virgen en el que por un momento se reflejó el sol con tristeza. Sin ninguna emoción y con la velocidad de una serpiente la introdujo por un segundo entre las carnes del hombre herido, que apenas emitió un pujido de mujer que está pariendo.

“Dale vos”, dijo al compañero que tenía más cerca, mientras le entregaba la afilada hoja por la cual se deslizaba una culebrita de sangre.

Los jóvenes intercambiaron miradas llenas de asombro y espanto.

“No, dale vos”, dijo el interpelado a otro.

“Vos primero”, respondió éste.

“No, dale vos”, contestó aquél.

Segundos después, lo único que rompía el silencio de la montaña era una monótona frase que se repetía como una letanía precedida de un golpe seco: “Ahora vos”; y después otra vez, quedamente, “ahora vos”, mientras la bayoneta pasaba de mano en mano, cada vez más roja, entre los jóvenes soldados.

El reo no emitió ningún otro quejido. En sus ojos abiertos, desorbitados como los de una vaca asustada, dejó de brillar el sol.

La Prensa Literaria

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