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Caballo. Alto relieve. Miguel Àngel Abarca.

Corrido del Caballo Blanco

A Ramón Méndez “Éste es el corrido del caballo blanco, el que un día domingo salió a puro pelo, iba con la mira de llegar al norte bajo las estrellas y la luz del cielo”. El autobús que a medianoche dejó la Central del Norte, la más grande estación de México, recorría su geografía dura […]

A Ramón Méndez

“Éste es el corrido del caballo blanco, el que un día domingo salió a puro pelo, iba con la mira de llegar al norte bajo las estrellas y la luz del cielo”. El autobús que a medianoche dejó la Central del Norte, la más grande estación de México, recorría su geografía dura poblada de arideces, plantas rastreras o erizadas con afiladas púas y matorrales secos, de lejos las ciudades con el amontonamiento de sus manchas blanquecinas vislumbradas a lo largo del horizonte, bajo la atmósfera limpia anunciaban vida, bullir urbano tras las plantas industriales de las zonas francas y los moles, entre las cúpulas y torres barrocas de las iglesias labradas en piedra.

Frío húmedo pegado a los vidrios de las ventanas panorámicas y al acero inoxidable de la carrocería, entrando en terminales fijas a la noche por luces heladas de neón fluorescente y altavoces anunciando salidas, rostros abotagados por el sueño y la vigilia, ropas gruesas y maletines, murmullos leves, estertores del reposo dominando el pasaje.

Salió de Guerrero, de un pueblito de la costa oculto en el trópico con calles de arena y “palmeras borrachas de sol”, según canta Agustín Lara, el propósito de su viaje por tres cuartos del oeste de la geografía mexicana a lo largo del Pacífico era seguir la ruta del “Caballo Blanco”, del mítico alazán descrito en el corrido convertido en leyenda, echándolo a trotar sólo por más de dos mil kilómetros sin aclarar por qué, sin llevar jinete que lo guiara ni portar mensajes en alforja, ni aperos, grupera, montura, estribos, riendas. Igual que el equino, el pasajero de jeans, botas y sombrero tejano, como un vaquero sin espuelas, emprendía una ruta desconocida con el único designio de recorrerla, de transitarla metiendo el tiempo segmentado en períodos horarios entre una terminal y otra, entre grandes ciudades y pequeños pueblos, campos verdes de labranza o ásperas superficies incultas, viendo la sucesión de rostros y perspectivas desplegarse en el espacio lleno con la canción, con el corrido guardado en la memoria que acompañaba su tránsito.

A la par del autobús el animal contento bien pagado de sí con las crines amplias revueltas por el viento galopaba a ciento veinte kilómetros por hora aspirando con fuerza el aire hendido, vadeaba cauces, cruzaba puentes, de pronto le daba por correr en campo raso o sobre el pavimento negro de la autopista resonando sus herraduras con alegre ruido. El hombre lo veía afuera tras los cristales y lo veía adentro en el recuerdo de cuando oyó por primera vez la voz viril cantarlo en una antigua película ranchera, de ahí su amor por los caballos cargando jinetes enamorados que iban con su guitarra a poner serenatas bajo balcones enrejados donde asomaban muchachas tímidas con enaguas amplias y largas trenzas.

El vaquero sacó su laptop del bolso puesto en la parrilla arriba de su asiento y empezó un listado: Tito Guízar, Jorge Negrete, Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Luis Aguilar, Vicente Fernández, actores célebres del cine mexicano vestidos de charros con la botonadura de plata corrida en los pantalones apretados y el chaleco y el sombrero como una enorme tortilla tostada, encarnando los paradigmas de la cultura machista, del macho sano buen compañero, bromista, no vergueador, pero muy coqueto y mujeriego, dignos centauros del “Caballo Blanco”.

El vaquero de tez clara, bigote y cejas negras delineadas, bien parecido al gay más joven de Secreto en la Montaña, escribió que el equino nunca llevaría montado a nadie porque su destino era correr libre al ritmo del aire, traspasar el paisaje “tocando el tambor del llano” (Federico), golpear la tierra con sus cascos, levantar polvareda, aplastar la hierba, correr “sin rumbo cierto” (Rubén), transitar sin objetivos generales ni específicos, sin misión ni visión y no llegar jamás porque el norte no quedaba en ninguna parte.

Ese era el viaje que siempre quiso hacer, distinto al “Vaquero de Medianoche”, al “Midnight Cowboy” de John Voight que sale de su pueblo a Nueva York en la Greyhound a buscar fama y fortuna ataviado como para un rodeo y sólo consigue dinero fácil prostituyéndose con seres patéticos.

El autobús corría raudo, delante de su asiento en la fila de enfrente vio al muchacho acurrucarse a la señora, sus muestras de cariño intenso se tensaban en el punto límite de amor filial y apasionado, remembró la historia de La Carmen Aseada cantada por Carlos Mejía, la granadina del Mombacho que crió a un niño para hacerlo su hombre. Aquella ambigüedad inquietante le evocó el incesto, el tabú universal de todas las culturas, vio los labios nutrirse de saliva, agitarse los cabellos y la ropa gruesa y sintió un olor cargado, madre e hijo se abrazaban felices, ajenos al galope del caballo.

Nota: esto no es folclor, sino exactamente todo lo contrario.

La Prensa Literaria

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