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El poeta cuando no pasaba de los 20 años y luego ya anciano. LA PRENSA/CORTESÍA/CARLOS TüNNERMANN

Oler, tocar y oir… en verso

Alfonso Cortés, igual que Salomón de la Selva, inauguró entre nosotros una nueva poesía, tan singular, tan propia, que justamente ha sido designada como “alfonsina”. Mientras en Salomón influyeron las experiencias literarias de la nueva poesía norteamericana, en Alfonso más bien se advierten influencias de los poetas franceses, desde Víctor Hugo y Baudelaire, pasando por […]

Alfonso Cortés, igual que Salomón de la Selva, inauguró entre nosotros una nueva poesía, tan singular, tan propia, que justamente ha sido designada como “alfonsina”. Mientras en Salomón influyeron las experiencias literarias de la nueva poesía norteamericana, en Alfonso más bien se advierten influencias de los poetas franceses, desde Víctor Hugo y Baudelaire, pasando por Verlaine y Rimbaud, los poetas parnasianos y simbolistas, en general, hasta Mallarmé, que fue uno de sus más admirados maestros. Fue un excelente traductor de poetas franceses e ingleses. La revista Ventana, de la UNAN, publicó en su primer número (1964) su colección de traducciones bajo el título, sugerido por el propio Alfonso, Por extrañas lenguas, que incluye versiones de poemas de Verlaine, Víctor Hugo, Mallarmé, Moréas, Francis James, Shelley y D’Annunzzio, entre otros.

Los primeros libros de Alfonso los editó su padre cuando ya el poeta había perdido la razón: Poesías (1931); Tardes de oro (1934) y Poemas eleusinos (1935). En estos libros, así como en los posteriores editados amorosamente y con grandes esfuerzos por sus hermanas, Las siete antorchas del sol (1952); Las rimas universales (1964); Las coplas del pueblo (1965); Las puertas del pasatiempo (1967) y El poema cotidiano (1967) se encuentran, dice su crítico Ernesto Cardenal, “extrañamente confundidas varias clases diferentes de poesía: una, poesía mala; otra, buena poesía modernista pero sin marca propia; y la otra, la poesía genial de Alfonso con su marca inconfundible, la Alfonsina”.

Mucho contribuyó a divulgar nacional e internacionalmente la poesía de Alfonso la publicación, en 1952, en la colección El hilo azul, de la selección que Ernesto Cardenal hizo bajo el título de 30 poemas de Alfonso, que luego ha tenido varias reediciones.

Alfonso Cortés es nuestro gran poeta metafísico y surrealista, que se adelantó a su época. Thomas Merton, el gran poeta trapense, quien prologó Las rimas universales de Alfonso, afirmó que a este prodigioso loco se debe “algo de la más profunda poesía metafísica que se conoce”. Merton incluso tradujo al inglés varios poemas de Alfonso. Al publicar uno de ellos Merton escribió: “Si éste es el poema de un loco, entonces yo también estoy loco porque para mí es uno de los poemas más lúcido y cuerdo que he leído. Y tiene esa fabulosa intuición metafísica directa que atraviesa los conceptos artificiales hasta llegar al verdadero acto del ser, a la realidad del ente, traspasando lo temporal, y a través de nuestros conceptos artificialmente espirituales se manifiesta en toda su trascendencia”.

Pero la poesía de Alfonso es también poesía de patio, de jardín, de rosas y jazmines, de pájaros y crepúsculos, de repique de campanas y de toques de Angelus:

“A la hora en que refresca el sol sus oros, cuando

el viento en los caminos, se queda meditando

y la sombra, como ave, se levanta a los cielos”…

—

… “Oh!, sol, gloriosa lámpara de estudio de mis tardes”…

¡Ah, las tardes alfonsinas! Jamás poeta alguno entre nosotros sintió más profundamente esa misteriosa “vida-agonía” de las “Tardes de Oro”:

“Estas tardes supremas para el arte

de vivir juntos y sufrir amando

estas horas supremas en que el alma

consigue al fin tener algún descanso”…

—

“Cuando el aire de niño, con pasitos cansados,

rueda con el oboe que muere en los tejados,

y puebla de éxtasis crepuscular

el jardín, lleno de congojas

que tiene deseos de hablar

palabras dichas entre hojas”…

Otra singularidad de Alfonso Cortés es su extraordinaria capacidad sensorial, que le permite ver, oler, tocar u oír lo que nunca antes nadie ha visto, tocado u oído. Pero, además, es capaz de sentir las cosas abstractas: los números, las horas, el tiempo, el espacio (“voy a ver una hora”; “huele a infancia”; “paisajes perfumados”; escucha “los números de la mar o del viento”; “Volaba una hora dulce en el aire”) y de tocar o gustar las voces; oír “un agudo silencio en los oídos”; o la música de la luz: “los violines del éter pulsan su claridad”. En fin, como él mismo lo cantara en uno de sus poemas: “la divina/ fiesta de mis cinco sentidos”…

Cortés, el gran poeta vesánico y desconocido de nuestra República de poetas, por sus metáforas dobles y su raigambre existencial y, a la vez, metafísico, está sin duda más allá del modernismo de Darío y se adelanta a otros grandes poetas de la lengua castellana: García Lorca, Huidobro, César Vallejo. Lo demuestran algunas de sus felices metáforas:

“La luna, el cadáver de una araña atrevida”

“Los pájaros criban la avenida

con el alegre proyectil del trino”

“La plaza trae patrullas de éxtasis”

¿Quién no evoca de inmediato el verso que más tarde escribió García Lorca: “los grupos de silencio en las esquinas”?

De ahí que Joaquín Pasos afirmara que Alfonso Cortés, “educado bajo la tutela de Darío, Verlaine y demás simbolistas, camina con ellos, pero se adelanta pegando gritos y llega a nosotros solo”.

Solo, único, inconfundible, alfonsino, este “humilde trabajador del arte”, como Alfonso modestamente se reconocía, pero que en realidad era, un “hombre montaña encadenado a un lirio”, es una de las voces más altas y singulares de nuestra poesía y de la poesía en lengua española.

La Prensa Literaria

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