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Señora. Óleo de María Gallo. LA PRENSA/Archivo.

Yo tengo una madre

Para Alondra y Lucero Yo soy Helena. Dice mi abuela que ella escogió ese nombre por Helena de Troya y que si he sido varón me llamarían Paris, Agamenón o Zeus. Mi madre se llama Isabel Fúnez Hueso. No sé de quién heredé una memoria prodigiosa. Esa virtud me ha permitido ventajas, una de ellas […]

Para Alondra y Lucero

Yo soy Helena. Dice mi abuela que ella escogió ese nombre por Helena de Troya y que si he sido varón me llamarían Paris, Agamenón o Zeus. Mi madre se llama Isabel Fúnez Hueso.

No sé de quién heredé una memoria prodigiosa. Esa virtud me ha permitido ventajas, una de ellas fue la de graduarme de arquitecta con la distinción Magna Cum Laude y recordar episodios de mi niñez como si los hubiera vivido ayer.

Recuerdo que cuando llegaban visitas a la casa mi madre contaba que yo había nacido con un dientecito. No se me olvida porque siempre me pedía que se lo mostrara a sus amistades, pero a veces me tentaba y no abría la boca. Otro día será que esté con su Dios —se excusaba—, pero nunca me lo volvió a pedir desde que leyó que no era correcto exponer a los niños a eso por ser una forma de ridiculizarlos.

El día que me gradué cumplía 21 años, mi madre rondaba los 53. La carrera se fue eligiendo sola porque desde que tenía un año me gustaba estar pintando. Mi primer dibujo fue una especie de plano de mi colegio, el segundo un grupo de alumnos en hilera rumbo a la escuela y un sol que sonriente los miraba, el tercero fue el tendero de la casa: un alambre cruzado entre pared y pared, adornado de calzones grandes y chiquitos, brasieres, calcetines y en el piso dibujé a Pepe, mi perro, que le gustaba echarse cerca del lavandero.

De mi tía ¿qué puedo decir?: Un fosforito, regañona. Se molestaba porque Estrella y yo atrapábamos zompopos, hormigas y otros insectos que introducíamos en un frasco de vidrio hasta que se morían. Dejamos de cometer esas fechorías cuando nos narró historias —según ella— de la vida real, donde niños que practicaban esos actos desalmados tenían una vida desgraciada en su vida adulta. Eso fue suficiente para dejar en paz a esas pobres criaturas indefensas.

En la casa vivía mi madre, mi abuela, mi tía, Estrella, (siete años mayor que yo) y Coralina, que llevaba veinte años trabajando para nosotras.

Siempre quise a Estrella aún con sus defectos. Era mentirosa, desordenada, haragana, desaseada y enemiga del estudio. Mi tía la quería mucho, pero a su modo.

Mi madre siempre fue cariñosa, me daba amor, confianza, jugaba conmigo y nos reíamos hasta más no poder. Lo único que me afectaba de ella es que le gustaba ingerir licor con cierta frecuencia. Por eso, un 30 de mayo, asociada con otros niños, organicé una velada. Invitamos a nuestras mamás a presenciar el acto cultural.

Yo recité unos versos de mi propia inspiración: “Madre, te quiero porque me das amor y aunque hay algunas cosas que me dan dolor, te amo a como sos”. Vi en mi madre el rostro compungido y sus ojos con ganas de llorar. No dijo nada, se levantó de la silla y me abrazó, con eso nos dijimos todo. Desde ese día comenzó a tomar menos.

A Estrella le vinieron días grises. Mi madre comenzó a discutir con mi tía y a mostrar indiferencia por mi prima quien tuvo que alistar su maleta porque la llevarían a otra casa. Fuimos las tres a dejarla.

Entramos a un barrio de calles pedregosas, fangosas y por fin llegamos a una casita mitad bloques, mitad tablas. Salió a recibirnos una señora alta, un poco subida de peso, despeinada, sudorosa, en chinelas, con algunas uñas de manos y pie aún con esmalte de quién sabe cuántos meses. Mostró alegría al vernos.

La estadía de Estrella en aquella casa se fue prolongando y siempre insistía en que la trajeran de regreso porque me hacía falta. Solamente llegaba para Semana Santa, diciembre y otros días especiales.

El día que le pregunté a mi madre por qué otros niños no llevaban los dos apellidos de su mamá y yo sí, se puso triste. Igual cuando la cuestioné acerca de mi padre. ¿Salí a él? ¿Cómo se llama? ¿Me quería? Sus ojos lloriquearon, se puso como con frío. Al reponerse un poco pronunció: tu papá ya murió. Entonces lléveme a su tumba. Ahorita no comprenderás muchas cosas, apenas tenés cinco años. Es lo único que logró aclarar.

Realmente que yo era muy preguntona y un cúmulo de inquietudes pululaban por mi mente. Mi madre siempre tenía explicaciones a mano o tejía historias, entre ellas la de una señora que no tenía hijos y Dios le puso en su camino a una niñita, que la buena madre no es solamente la que pare un hijo, sino aquélla que le da amor, educación. No la dejé terminar, solté el llanto y le dije: ¡Pero esa niña no soy yo¡ ¿Verdad? Si eso fuera cierto —continué— me moriría de tristeza.

Siempre seguí extrañando a Estrella. Le rogaba a mi tía que la trajera a la casa, que yo la aconsejaría para que cambiara, pero mi tía me confesó que no podía porque si la llevaba mi madre se iba de la casa conmigo y no quería que anduviéramos rodando.

Mi tía decía que mi madre era una mujer de ñeque porque era perseverante, emprendedora, creativa y era cierto. Se sacrificaba por mí para que no me faltara nada. Hubo un tiempo en que tuvo que irse a trabajar a Guatemala donde creó una empresita. Fue triste para las dos: ella lloraba allá y yo aquí, aunque sabía que era por mi bien, pero me perturbó mucho: afecté mi rendimiento académico, lloraba en el colegio, en la casa y volvía a tener vida cuando regresaba y compartía unos días conmigo.

El 22 de febrero cumplí año nuevamente y llegué a los 13. Este día fue especial. Entre los invitados estaba una vecina con la cual jugaba desde los cuatro años. Era egoísta, busca pleito y tenía el hábito de tomar lo ajeno. Noté que introdujo su mano para hurgar en el bolso de una de las invitadas y extrajo algo. Le hice de señas que llegara al patio y ahí le aconsejé que regresara lo tomado. Se puso iracunda, respondió que no lo devolvería y para vengarse profirió una frase que nunca quise haber escuchado: “Y quién sos vos, si ni mama tenés porque doña Isabel ni te parió”.

No puedo describir lo qué sentí, sólo me dio por llorar. En medio de mi dolor me costaba creer todo porque yo misma tuve en mis manos dos fotos del ultrasonido que se practicó mi madre, las fotos donde me sale cargando en la sala de un hospital; me acordé del dientecito. Entonces, ¿cómo no iba a ser mi madre? ¿Cómo no me iba a parir ella?

En esos instantes mi madre entró al cuarto y se preocupó al encontrarme así, me hizo mil preguntas y también se puso a llorar. Le dije que no era nada.

Cuando los invitados se fueron, inmediatamente mi madre me llevó al cuarto y le conté todo porque me enseñó a afrontar los problemas entre las dos. Se puso a llorar. “No me dejés de querer”, me suplicó. “Sólo dígame la verdad”, le respondí.

—Te quiero —repitió muchas veces—, le diste sentido a mi vida, la única diferencia es que no te tuve, pero estás conmigo desde el primer día en que naciste. Me sentí sin fuerzas, como flotando en el aire, sin ideas y exploté en llanto; las dos lloramos. No fue fácil.

Mi madre no era mi madre, mi abuela no era mi abuela, mi tía no era mi tía, mis tíos no eran mis tíos, mi prima no era mi prima. Mi prima era mi hermana. Por eso mi madre no la quería cerca de mí porque temía que me dijera la verdad. Entonces comprendí por qué mi tía se desprendió de Estrella y la fuimos a dejar a aquel lugar, al mismo donde le rogué a mi madre que me llevara. Llegué. Estrella corrió a recibirme. La abracé llorando. Te quiero hermana mía le dije. Nuestro llanto pudo más que mil palabras. En ese momento se presentó la señora que nos parió. Pronunció frases que no escuché. Adiós, le dije, no se preocupe que yo tengo una madre. Me abracé nuevamente con mi hermana y salimos a platicar.

La Prensa Literaria

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