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José Filemón Alaniz. Paisaje con malinche. LA PRENSA/ARCHIVO

El chilamate

Alejandro estaba enterado de que para ir al íngrimo Chilamate, ubicado al fondo de un paisaje con flores azules y quelites amarillos, lugar preferido de su entrañable Casimira para quien, en momentos de soledad, depresión al borde de la neurosis, significaba un lugar como sagrado, donde explayaba sus penas traídas desde el arraigado dolor ilimitado […]

Alejandro estaba enterado de que para ir al íngrimo Chilamate, ubicado al fondo de un paisaje con flores azules y quelites amarillos, lugar preferido de su entrañable Casimira para quien, en momentos de soledad, depresión al borde de la neurosis, significaba un lugar como sagrado, donde explayaba sus penas traídas desde el arraigado dolor ilimitado como un sudario clavado en su memoria, y plañideros hábitos en el más acomodado panegírico; debía estar habilitado por la conciencia de la valentía. Ella era entonces, la extranjera de sus propios sentimientos.

Alejandro, no sólo transitaba obsesivamente enamorado por cada centímetro de su beldad, sino que de su expresión interior y de sus palabras. Admiraba todo lo que se desprendía de esa creación; vivía para absorber ese derroche de pasión y feminidad. Su atraíble estructura corporal envolvía más que el mismo placer carnal. Regocijo para él reconocer la sabiduría que salía de su boca: las estrategias que utilizaba para no contrariar a la vida y así poder persuadir o combatir con inteligencia y tolerancia, a todo aquello que estuviera fundamentado en la mezquindad, ignorancia, cobardía y envidia; lo que resultaba novedoso en una hembra poseedora de una hermosura exultante, principalmente esa empatía espiritual que emanaba de ella; además, le inculcó el ejercicio de la lectura, lo que le resultó fascinante. Pero, lo que le removía el hondón de su sensibilidad, era el cuido mimoso y pasional con el que se entregaba a la urdimbre de cactus y a los jazmines y rosales y lirios con su azulado resplandor, en los que ejercía el poder de su magia para alcanzar un próspero y radiante florecimiento. A la distancia daba la sensación de que las paletas del cactus surgían de las flores. Poseía un carácter jubiloso, principalmente los domingos cuando Wagner, Debussy, Brahms o Chopin subliminaban los rincones; en tanto el aroma del café se esparce por la ventana y los huevos terminan de freírse y se percibe el olorcito de los hicacos en miel y su voz como el ala de un gorrión: “Pronto estará servido el desayuno”. Ah, se extasiaba al practicar la exótica virtud, eficacia de abrir enigmas que bajan de las sombras hijas de noches lúgubres. Aún en los desangelados baldíos hacía florecer al tulipán. “Quién más que ella?”

Recordó la severa advertencia que le hizo Casimira: “El primero, así como el último que se atreva llegar al final de este camino, irremediablemente se perderá para siempre”. No prestó importancia. Él sabía muy bien de que en la ruta que conducía al recóndito árbol, misterios y peligros se extendían incesantemente por sus raíces. Alzó sus ojos y nubes canosas removieron sus ademanes de hacerlo todo por amor.

Esbozó una sutil sonrisa y apuró el deseo de sentir los labios carnosos de Casimira. Agigantó el paso sin importarle nada. Ese día Alejandro cumpliría sesenta años de vida, y diez de vivir soñando con Casimira.

La Prensa Literaria

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