La poesía en Rubén Darío es música. Y la música es el espejo sonoro de la eternidad. Entonces cómo iba a dejar su lira policorde con alas para volar sobre los cielos del esparcimiento. Y cómo no iba a tener a su favorito cuyo nombre invoca en sus estrofas: Richard Wagner, un creador alemán que sedujo a los ángeles y a los déspotas, que hizo decir a Baudelaire y quién soy yo ante tu genio y a Hitler que por sus venas corría la sangre de su música.
Julio Ortega, en su visita por Nicaragua, dijo que la poesía de Darío no son puntos, ni comas, sino música. Y señala a Cantos de Vida y Esperanza, cuyos poemas se deben a esa dinámica. Y bien puesto Cantos porque sólo falta alzar la voz, haciendo de guía el pentagrama para rubricar el concepto. El declamador estirándose, usando la tesitura apropiada para dar la cadencia como si estuviera en la torre exaltada o leve de un aria. Por ello resulta sobrancero agregarle música a la poesía de Darío, simplemente porque ya la tiene. Cuando se recurre a esas excentricidades es una albarda sobre aparejo.
Oímos Margarita está linda la mar con la atención puesta en la guitarra y la guzla de Ofilio Picón. Sobresale más que el ritmo original blanco e ingenuo puesto por el poeta, el acompañamiento electrónico con retumbos estridentes que le puso el innovador. Bastaba con que la abuela en la soledad de la fantasía le contara y le cantara a la niña sin ningún otro matiz intruso.
No puede dejar de decirse tampoco que parte de su obra fue destinada para leerse, lo cual no afirma que por llevar esa predisposición no aparte al análisis de la flexibilidad audible, de la ondulación cantarina.
Unas cantatas son eclesiales, otras son paganas. Me parece estar en la capilla escuchando con acento dramático, desesperado Jesús por qué tardas, qué esperas para tender tu mano de luz sobre las fieras. Para qué acompañar estos versos con las sombras del corno o el misticismo del órgano, si la voz asume la responsabilidad armónica de la cadencia.
Cuando leo a Rubén, cuando leo a Haine, quien también era un poeta de formidable tímpano, los siento tanto como a la música desde el trono de la pluralidad anímica. Suena el verso como si se soltaran los primeros cuatro compases de una sinfonía. Orbe la poesía, tiempo la música.
Rubén Darío wagneriano hizo rítmicamente marcial su epopeya, se puede marchar, convertir en trompetas las estrofas de la Marcha Triunfal, en tambores, en maderas rodantes y jubilosas.
Leyendo a Justo Sierra, contemporáneo de Rubén, modernista afectuoso, confirmé la presencia de Wagner. Lo que antes era una presunción auditiva se hizo evidencia. En esos tiempos sus confidentes contaban las anécdotas en mesas espumosas sobre la admiración que sentía el poeta por el operático mencionado en sus versos con exclamación embelesada: Ah las trompetas de Wagner, admirando la suntuosidad de las suyas en su tetralogía, en la alusión de Los maestros cantores. Trompetas que parecían salir de los abismos terrenales, imponentes sobre las crestas con una prolongación que sólo podría atribuírsele al estilo del alemán. Rubén, un vocativo de su tabla temática
Nunca un poeta sordo los hay logra transformar a las letras, ponerle ritmo a su silencio, romper la formación silente del idioma, cuando éste es sacado de la concha de su timidez.
Largo es el alejandrino de Rubén. Largas las notas de Wagner. En vez de palabras, la música en el verso.