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La dama del fieltro rojizo

Al doctor Julio Paladino Todos estuvimos en silencio alrededor del muerto. Lo que me inquietaba y aceleraba la imaginación por cuanto que ya muertos de muertes, se tomaran atribuciones ajenas a su estándar y se me desfrezara y apabullaran por prejuicio. Y, aunque todos ellos entre sí eran desconocidos, y aparentemente no había qué temer, […]

  • Al doctor Julio Paladino

Todos estuvimos en silencio alrededor del muerto. Lo que me inquietaba y aceleraba la imaginación por cuanto que ya muertos de muertes, se tomaran atribuciones ajenas a su estándar y se me desfrezara y apabullaran por prejuicio. Y, aunque todos ellos entre sí eran desconocidos, y aparentemente no había qué temer, siempre actué con precaución.

La dama estuvo todo el día hablando incoherencias. Y luego a reír incansablemente entre moco y lágrimas. Para algunos, la presurosa pretensión de auscultar su llanto les condujo al corazón de la incertidumbre. De manera que el grupo amohinado se preguntaba a qué debía su presencia en ese lugar. La personalidad de la dama no sólo se distinguía por lo contrariosa al ambiente, sino que era imposible ubicarle con algún tópico asimilable; comenzando por el crespín, decorativo del que creo que ya no existe. Las miradas todas estaban amontonadas en dirección a ella. El halo enigmático que emanaba crispaba a todos, consecuente a tres de ellos carecientes de la intuición, ese privilegio como de olfato síquico que facilita adentrarse a la reconditez femenina, quienes no disimulaban su anonadamiento. Sin embargo, malicias iban y venían ya que, por lo general las féminas llaman la atención, por uno u otro devaneo. Un niño con los pies desnudos, pies que cambiaban de tamaño a cada paso; lo que lo convertían en un ser extravagante y un caso muy difícil para determinarle número de calzado; vestía pantalón incandescente sostenido por tirantes de junco, pasó corriendo por la sala y llegó hasta al extremo de uno de los pasillos; depositó sobre la mesa ovalada gigantescos alfileres negros y manojo de flores de azafrán; dejando en el centro un cactus pobremente seco, tristemente abandonado. Del niño no se supo más. Excepto que una anciana cruzó por el perfil de una sombra tupida jalando el brazo de un niño, frente a los últimos cuartos en los que se desgajan los ajos y se remolinan las telarañas; del gato las chillerías horrísonas escalando la pared.

Por su parte los presentes permanecían muy quietos. Ahí quedaron gesticulando.

Al rato les atrapó un profundo sopor como de pesadilla y, como por arte de hechizo, aparecieron sentados como títeres vivientes en sillas de ruedas, en una sala oscura.

La Dama del Fieltro Rojizo se aterrorizó ante la ausencia del grupo. Su confusión fue tanto que giraba de un lado a otro sin encontrar la salida. Casualmente me encontró recostado al sillón bajo el vislumbre de los retratos de los bisabuelos de la familia.

El té de hierbabuena lo sirvió ella con gran esplendidez, acompañado con galleticas de mirra cubiertas con miel de abejas. Entablamos excelente aparejo. Comunicación ágil y espontánea a través de gestos y sonrisas. No olvidó esparcir el incienso, fue meticulosa en el sótano.

—Deshazte de ella ahogándola gota a gota en el pozo de sus emociones. Ya asimilará que nunca existió—. Así dijo mi cuñado a su hermano. Y ahí me quedé birlada para toda la vida.

Es el recuerdo que modula mi rostro. No tengo otro más que este pasmoso aspecto.

Horas después, entre los bellos tallos erectos del bosque de ruda, las hojas del árbol de los Juramentos y Presagios se transformaron en reflectores, surgiendo de ellos montones de cuerpos humanos conformados por un rostro único: éste resumía todas las vidas en una sola. Con estas vidas juntadas y remodeladas en una sola estructura de cuerpo y alma y espíritu en el conjunto del paisaje, llegué al ahínco existencial: un sacrificio vertiginoso y cruel en los exactos puntos sensoriales, en los que la muerte de las tinieblas queja porque la vida raya débil luz por rendija sin sostén, y no asume esplendor de contrincante. Fue lo último que oí de ella.

Contrariado por la incómoda posición del sueño y el dolor que encorva mi espalda, me dirigí llamado por un juicio inquieto de ayuntar lo que nos faltaba del trayecto con la Dama del Fieltro Rojizo, al sector de la mesita ovalada: y sólo encontré caído al pie izquierdo de la mesa su rústico vestido y aves hurgando espacio para anidar en sus pliegues, y la imagen del Fieltro como efigie de lo desconocido aplicado a la pared donde guindan los murciélagos.

Mario Santos Gómez (Managua, 1948). Los madrugadores (cuentos, 1974).¿ Espero Verte? (Poesía, 1985), entre otras ediciones breves en poesía en Guatemala, El Salvador y Brasil.

La Prensa Literaria

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