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LA PRENSA/Fotoarte/B. Rodríguez

El giro

Rayó de forma desafiante el vidrio del cuadro con la navaja filosa, éste emitió un chirrido lastimero. A un gallo giro lo habían ganado cuatro veces limpio el mismo día, no se le notaba ni pizca de fatiga. Las peleas las había resuelto con rapidez y limpieza, cortes precisos en puntos vitales. Ricardo lo había […]

Rayó de forma desafiante el vidrio del cuadro con la navaja filosa, éste emitió un chirrido lastimero. A un gallo giro lo habían ganado cuatro veces limpio el mismo día, no se le notaba ni pizca de fatiga. Las peleas las había resuelto con rapidez y limpieza, cortes precisos en puntos vitales. Ricardo lo había dibujado y enmarcado él mismo. Era su primo, pero había firmado en aquel vidrio su sentencia de muerte. Nadie podría salvarlo.

Ricardo tenía soplo en el corazón y era un artista nato. Sabía la fecha exacta en que iba a morir, los médicos se lo habían dicho. Cualquier gallo que él dibujara aparecía con una semejanza inaudita en la gallera y ganaba las peleas cuantas veces lo pusieran en el redondel. Las viejitas se persignaron. Cuando Ricardo pasaba, todo mundo se le apartaba con una reverencia innombrada.

Marlon estaba borracho y tenía ese día el gallo más bravo y dotado de toda la región. Marlon pesó su gallo, cuatro libras y dos onzas exactamente en la balanza colgante. Un bello ejemplar rojizo de pecho cenizo robusto y con las alas enormes como zopilote. Diecisiete gallos pesaron lo mismo, un tumulto de voces quiso corearse con el gallo que de seguro era el ganador, ¡cojo cojo cojo! Y nada de ¡pongo pongo pongo! Marlon escogió el más bonito y emplumado. Las viejas volvieron a santiguarse.

Ricardo tocó levemente con las yemas de los dedos el vidrio traslúcido del gallo giro, exactamente igual al que se toparía con el cenizo de Marlon. No hubo voces de cojo ni pongo en la arena. Los soltadores medrosos depositaron ceremoniosos los gallos en el círculo. El cenizo picó la arena con las plumas brillantes del pescuezo erizadas y esperó con tranquilidad vibrante la embestida. El giro se desbordó, causó estruendo de alas y soltaron las plumas al aire. El cenizo quedo, esquivó el ataque feroz, se recostó sobre su florecida cola y soltó la pata izquierda, única relampagueante, directa. Se clavó la curva de la navaja desafilada por la fricción con el espejo como garfio en el cogote del giro, éste revoloteó como gallina de patio estrangulada, rebotó contra las tablas del redondel, soltó un sonido de chocoyo tierno y expiró entre terribles estertores. Las viejas se santiguaron doblemente y cada quien cobró sus apuestas.

Marlon tomó su gallo inmaculado, esperó a que le quitaran la navaja y emprendió una marcha saltarina entre los surcos de café incipientes de la hacienda San Ignacio. La bulla de los trabajadores se acercó al brocal de la pila de concreto seca de siete metros de profundidad. Marlon yacía inerte en el fondo con el cenizo cantando alegremente sobre su pecho ensangrentado. Tuvo que esperar doce años para que la parca se lo llevara babeante y desconcertado, con la cabeza remendada como pelota de béisbol, exactamente el mismo día en que los médicos dijeron que Ricardo moriría.

Javier González (Carazo, 1972). Filólogo. Tiene publicado Puro Cuento (narraciones, 2008).

La Prensa Literaria

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