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Federico Chopin. LA PRENSA/Archivo

Efemérides de la melancolía

Hace 160 años (22 de febrero 1810—17 de octubre 1849), murió Federico Chopin. A partir de ahí la ausencia solo está explicada por la inercia física de las manos nacidas para enaltecer al piano, en todos los sentidos: habilidad para ejecutarlo, brío para vitorearlo y talento para componer valiéndose de su pasmosa complexión. Permanece vivo […]

Hace 160 años (22 de febrero 1810—17 de octubre 1849), murió Federico Chopin. A partir de ahí la ausencia solo está explicada por la inercia física de las manos nacidas para enaltecer al piano, en todos los sentidos: habilidad para ejecutarlo, brío para vitorearlo y talento para componer valiéndose de su pasmosa complexión.

Permanece vivo el quebranto, latente el luto alrededor de su efigie, la suya imperecedera en el tercer movimiento, La Marcha Fúnebre perteneciente a la segunda sonata, con cuyos compases han querido ser enterrados tantos seres de distinta figuración en todo ese período extendido ahora a más de un siglo. Vuelve oportuna y certera una frase de Liszt, puesta para siempre en el protocolo de las célebres partidas: “No es la muerte lo que aquí se llora, es la muerte de toda una generación”. Las lágrimas repican cada vez que se llega a su tumba por la cual persiste y no ha disminuido el desfile cotidiano. En esa contemporaneidad estuvieron no solo Lisz, sino Schumann, Mendelssohn, Wagner, Verdi.

En este año—2009—junto a perennes famas—se conmemora la efemérides del piano y dentro de su estructura la de la melancolía, por cuanto eso fue su vida, la motivación, no excluida la de sus intensos y complicados amores. Piano—forte o pianisimo—las distancias alrededor de un solo eje densamente poblado en la superficie de un solitario y resistente instrumento para el cual la orquesta fue acaso innecesaria pues a su panegirista solo le bastaron dos conciertos sustentados por la orquesta en el breve itinerario para dejar constancia de la estimación sentida por la colectividad sonora.

Solo para la soledad instrumental—él o la intérprete en contacto con las teclas—tuvo una variación, pluralidad de matices, de estilo, de género. Baladas, fantasías, nocturnos, polonesas, preludios, scherzo, sonatas, estudios, valses. Toda esa multiplicidad fue escrita en una vida de apenas 39 años. Con epicentro en una juventud que hizo honor a la pintada por el antiguo Pitágoras en el tablero de la edad humana. En vez de la pleitesía a los entusiasmos someros, culturizar a la infancia, hacerla productiva a partir de los clásicos tres años que le son atribuidos al niño genio. Su existencia fue corporalmente efímera como las de Mozart y Schubert, paradigmas del laconismo en la deliciosa ejecución del suspiro, pero al mismo tiempo madrugadores en el sagrario de la fecundidad. 32 años para Mozart, 35 para Schubert y 39 para Chopin. La trilogía comenzó enseñó las dotes desde los tres años de edad. Ser prodigios desde temprano fue para ese trío, un atenuante premeditado por el destino para que en el limitado lapso de vida, pudieran acreditarse volúmenes que otros no han completado en travesías más sueltas.

A los siete años vino al mundo la primera polonesa. Edad ya no para balbucear, para jugar con las primicias descubiertas en la infancia, edad para componer. Advenía la polonesa para que las siguientes llevasen la música original, el talante propio de su forma con diferencias lógicas de fondo en la medida en que el hábito de crear toma vuelo

Repercutía la balada de Schubert. Pero la de éste era cantaba, caracterizada por la grafía del poema. La de Chopin es música pura, retirada total de palabras. Es espontánea. Cuando se escucha parece que está siendo improvisada, separada de la partitura pero solo en apariencia. Es la canción sin literatura del piano. La Opus 38 en La menor es polaca, es, por el contrario, el lírico Adam Mickiewicz, la excepción. Se advierte cuando se le escucha, el tañer de la campana, escudriñándose el abismo del alma desde las cumbres del dolor, la búsqueda insaciable de los misterios. Melancolía sin límites.

En los estudios se descubre al más modesto de los compositores. No puede dejar de presentirse cierta analogía entre los suyos y las bagatelas de Beethoven en lo magistral que son los dos exámenes. La técnica tiene en los preludios el anticipo de la perfección. El requisito de partida cumplida por virtuosos como Liszt. En la fantasía emerge la música del super-hombre, la imagen nietscheana. No puede soslayar la visión inseparable de la muerte. Otra marcha fúnebre desfila por no pocos de sus compases aunque el tema luctuoso no haya sido la musa y sí su motivación circunstancial el pasado de su Polonia victimada por la guerra. Lo mismo se dio en Beethoven al ponerle una marcha fúnebre a su Heroica en actitud de sentir la corona que se puso Napoleón.

Pero no todo es recitativo lóbrego y épico en Chopin. Se le aborda festivo en las piezas populares, precisamente polacas sujetas a un compás en tres partes. Son las mazurcas en las cuales se danza el folklore nativo, terrenal, sus airecillos pastoriles, el cu cu, el ruiseñor. De ahí a los nocturnos, cuánta distancia. Si vamos a la legitimidad pionera es John Field el padre de la noche. Chopin lo retoma, respondiendo con la forma artística a las alucinaciones que lo sacuden con el auspicio del silencio y del retiro Y ¿sus sonatas? En esta música opina Schumann—escritor y músico—se revuelven las flores o son los cañones debajo del perfume. Están cubiertas por el elemento de la rapsodia. Mucha discusión prevalece sobre cual de las sonatas son mejores. Si las de Beethoven o las de Chopin. En el gusto personal del aficionado, me pongo reverente ante el larghetto de la Opus 35 en Si bemol del polaco, por su aliento errante, por su fibra poética. Fue el poeta de la palabra ausente.

La Prensa Literaria

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