Los humanos seguimos siendo animales
y somos los primeros en entrar al edificio en llamas.
Es que ya no queremos dejar de lastimarnos.
Machos, rudos y arrogantes, tenemos una forma peligrosa de vivir
donde no estar desesperados es la idea de la felicidad.
Somos indigentes que orinamos las flores
en un mundo que ya no tiene verdades.
Nos estamos desgastando por fuera y por dentro
y solo nos resta decirnos: las cenizas a las cenizas.
En este botadero de desperdicios me agarro pensando
que somos una semilla de rabia convertida en rabia ciega.
El hombre es un animal peligroso
que espera que los sueños le den sentido a la vida,
sabiendo que nunca va a tener suficiente verdad frente a sus ojos.
¿Con cuántas mentiras se hace una verdad?
En este mundo todos somos culpables de algo
y el mejor testigo de esta rosa de sangre es el que está muerto.
Ya nadie recoge estrellas en la noche,
nadie se las encuentra caídas en la grama.
Tomo la noche y bebo vinos fuertes
ahora que las palabras de luto se sacan del océano
y la poesía es el refugio donde se esconden las vocales
porque las baladas se hacen con notas falladas y versos olvidados,
porque somos parte de una partitura que canta el abismo.
La gente envejece y olvida, pero a mí me mantiene vivo
que mi padre pasó cincuenta años de su vida
fundiendo palabras y picando imágenes dentro del poeta que fue
para heredarme los versos necesarios para vivir
y el pálpito de saber qué clase de flores quiero en mi funeral.