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La imagen como testimonio

“Durante mucho tiempo –al menos seis decenios– las fotografías han sentado las bases sobre las que se juzgan y recuerdan los hechos importantes. El museo de la memoria es ya, sobre todo, visual”. La fotografía ejerce el poder de permitirnos recordar y construir referentes, desde el momento que las imágenes contribuyen a la percepción o […]

  • “Durante mucho tiempo –al menos seis decenios– las fotografías han sentado las bases sobre las que se juzgan y recuerdan los hechos importantes. El museo de la memoria es ya, sobre todo, visual”.

La fotografía ejerce el poder de permitirnos recordar y construir referentes, desde el momento que las imágenes contribuyen a la percepción o al conocimiento de procesos históricos y culturales. Asimismo, ayudan a construir un relato histórico y sirven de soporte tanto de la historia misma como de los componentes ideológicos y culturales que la sustentan. Por esta razón, el archivo fotográfico de Walter Lehmann se consideró como una referencia obligada para rescatar el pasado y reconstruir parte de nuestra historia cultural, especialmente durante las primeras décadas del siglo XX, donde la escasez de fuentes informativas ha sido una constante en Centroamérica y de manera especial en Nicaragua. No obstante, una vez en contacto con un archivo tan extenso y enriquecedor, se consideró importante tomar en cuenta algunos manuscritos, apuntes, estudios lingüísticos y antropológicos, observaciones y notas personales que Lehmann llevara a cabo sobre Nicaragua y otros países centroamericanos durante los años 1907-1909, porque los relatos y las imágenes se convierten en el certificado presencial de un pasado, actuando como documentos históricos.

En el presente proyecto, se han seleccionado las fotografías de los cinco países centroamericanos, que durante el período colonial dependieran de la Capitanía General de Guatemala: Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Honduras y la propia Guatemala. Sin embargo, a diferencia de los otros países de Centroamérica, no se encontraron fotografías de ciudades hondureñas, aunque se sabe con certeza que a su paso por Honduras, Lehmann visitó Copán, en 1909, y otros sitios arqueológicos cercanos a la cuenca del río Ulúa. Si bien el inventario arqueológico incluye estos cinco países centroamericanos junto con notables dibujos de cerámica y estatuaria precolombinas, ejecutados por el propio Lehmann, no hay fotos de Honduras dentro del legado. Por lo tanto, el material fotográfico utilizado corresponde solamente a cuatro países centroamericanos: Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, siguiendo el orden de su ruta de viaje. Toda esta colección de fotografías nos permitirá obtener la evidencia de un pasado y establecer una relación comparativa con el presente, para reconstruir parte de nuestra historia y de nuestra identidad cultural.

Es frecuente oír que “una imagen dice más que mil palabras”, y el tiempo ha terminado demostrando la validez de esta afirmación, sin embargo, las imágenes no hablan por sí solas y necesitan ser explicadas y contextualizadas, pues corren el riesgo de no ser comprendidas si quien las ve no está familiarizado con los códigos culturales que conllevan. En este sentido, vale la pena tomar en cuenta el conocido ejemplo de Panofsky: “Un aborigen australiano sería incapaz de reconocer el tema de la Última Cena; para él no expresaría más que la idea de una comida más o menos animada”. El mundo de la imagen es amplio y la Historia del Arte no sólo da a conocer formas, colores y estilos, sino que permite valorar las relaciones de las obras con el momento histórico en que han surgido. Igualmente, facilita la comprensión de una civilización, modos de vida, valores religiosos, estéticos y sociales.

El testimonio de las imágenes suple en algunos casos la carencia de documentos escritos, y con el descubrimiento de la fotografía, en 1839, podemos ver el mundo que nos rodea y mantener lo que Cartier-Bresson considera “una especie de crónica visual”, pues es el medio más objetivo para documentar hechos y hacer que lo transitorio se convierta en permanente. Por su valor comunicativo y por su fácil divulgación en los reportajes periodísticos y en los medios de difusión masiva, se pueden reconstruir realidades tanto como conceptuar ideas, en el sentido enunciado por Umberto Eco, cuando afirma que “la fotografía ha sobrepasado la circunstancia individual que la produjo; ya no habla de aquel único personaje o de aquellos personajes, sino que expresa conceptos”. Igualmente, como parte de un discurso, el mensaje fotográfico puede ser descodificado y, en consecuencia, “la interpretación de una fotografía trasciende el ámbito real pasando a ser un hecho histórico”.

Aunque Walter Benjamin advirtió en los años treinta que mediante la reproductividad técnica la obra de arte perdió su aura o “el halo de su autonomía”en el caso de la fotografía esa pérdida de singularidad refuerza su mayor circulación social al identificarse con la realidad y convertirse en lo que Barthes considera “una evidencia extrema”. Asimismo, al interpretar una imagen también se toman en cuenta las razones que motivaron al autor a la hora de fotografiar un hecho o un tema determinado, en dependencia de sus intereses y de su punto de vista. Igualmente, a través del documento fotográfico se pueden visualizar paisajes, ciudades y personas; también, conocer los “condicionamientos del medio natural” que han determinado cambios sucesivos dentro del espacio geográfico y urbano, influyendo o condicionando el “signo transeúnte”de sus habitantes.

Centroamérica y su destino itinerante

La literatura de viajes, las lecturas sobre el destino incierto de tantas ciudades de América, las primeras ilustraciones y grabados de un continente lejano han sido un aliciente para investigar más allá de las primeras cartografías que a partir del siglo XVI comenzaron a mostrar los nuevos territorios. Sin embargo, el destino itinerante de sus ciudades y la condición transeúnte de sus habitantes no están consignados en los mapas. El éxodo y el continuo ir y venir nacen desde la época precolonial, y durante la colonia los desplazamientos continúan. Por un lado, las ciudades históricas, y, por otro, una suerte de ciudades invisibles que subyacen bajo los restos prehispánicos y coloniales, socavadas por el tiempo y excavadas por la historia, develadas y reveladas por la imagen fotográfica, desde la segunda mitad del siglo XIX.

El interés por descubrir cuál ha sido el destino de esas ciudades y su paisaje natural y humano ha constituido uno de los motivos fundamentales de este trabajo, porque a través de la fotografía se puede trazar ese destino transeúnte de que se hablaba al principio. Asimismo, por ser Centroamérica una zona expuesta a los desastres naturales —terremotos, erupciones volcánicas, huracanes e inundaciones— sumados a los conflictos bélicos y políticos, ha habido una relativa escasez de fuentes informativas, lo cual ha propiciado tanto una visión parcial del área, como su exclusión dentro del panorama historiográfico latinoamericano. No obstante, desde los Cronistas de Indias hasta los viajeros de los siglos XVIII y XIX, han abundado los relatos de quienes visitaran las tierras centroamericanas, y la documentación gráfica sobre los diferentes lugares recorridos ha sido una referencia obligada para conocer un pasado, más o menos distante o más o menos cercano, para poderlo reconstruir e incluir en nuestro imaginario cultural.

Alain Musset escribe sobre las ciudades vagabundas del Nuevo Mundo, y en sus investigaciones afirma que contabilizó “al menos 160 ciudades desplazadas, entre inicios de la conquista española y finales de la época colonial”. En todas estas ciudades se reprodujo de manera dual el imaginario del colonizador, que en su condición migrante las bautizó con el mismo nombre de la metrópoli. Baste citar algunos de ellos: Nueva Granada, Nueva España, …Granada de Nicaragua, Cartago en Costa Rica y paralelamente las ciudades vagabundas, viejas y nuevas, reubicadas en el espacio físico y en la historia: Ciudad Antigua en Guatemala y otra Ciudad Antigua en Las Segovias de Nicaragua; León Viejo, destruido por sucesivas erupciones volcánicas y la nueva ciudad de León fundada en 1610, para citar algunos ejemplos. Todas esas ciudades sobreviven, renacen o desaparecen, pero todas ellas tienen una historia que contar porque, según Musset, “nacen con los hombres, cambian según las estaciones, viven y mueren al compás de las civilizaciones”. En este sentido, lo que nos dice el archivo histórico se complementa, en la actualidad, con el archivo fotográfico, donde los cambios se pueden constatar visualmente y nos permiten trazar su contexto socio-cultural.

Hace casi cien años, Lehmann visitó países y ciudades, tomó fotografías y compró tarjetas postales que muestran las mutaciones que han sufrido a lo largo del tiempo. A través de estas imágenes, se puede constatar cómo el urbanismo español, inspirado en el trazado de las antiguas ciudades grecorromanas —no siempre adaptado ni a las condiciones climáticas ni al medio geográfico— sobrevivió, pese a los sucesivos desplazamientos. Igualmente, cómo fueron penetrando nuevos estilos arquitectónicos, nuevas formas de vida y una cultura material diferente. Las ciudades ejercen una especial atracción para viajeros y escritores, artistas e historiadores desde el momento en que la estructura del entorno construido está relacionada con las necesidades sociales, con el medio físico y con un sistema político y cultural; pero, sobre todo, porque el espacio urbano conlleva un arraigo y una identidad como lugar de congregación e intercambio cultural.

Italo Calvino en su libro Las Ciudades Invisibles distingue una serie de ciudades imaginarias, producto de su inventiva y de su creación: todas tienen nombre de mujer y todas tienen rasgos comunes. En ellas podemos identificar muchas ciudades reales porque sus rasgos nos resultan familiares, y también describe ciudades ideales, que se transforman en la imagen de una utopía o en un sueño. La similitud entre Maurilia y la ciudad de Managua no deja de ser impactante, pues sólo pueden ser observadas en las viejas tarjetas postales que las representan como eran antes, porque la antigua ciudad ya desapareció. No obstante, existe un elemento común que une a todas las ciudades, como “los intercambios de recuerdos, de deseos, de recorridos, de destinos”, mencionados por Italo Calvino. A través de la memoria fotográfica se puede continuar el relato, intercambiar recorridos y destinos, entablar un diálogo con el pasado para descubrir cuáles son las coincidencias, cuáles las diferencias y cuál el destino común de sus habitantes.

Siempre dentro del destino transeúnte, valdría la pena preguntarse en qué grado es compartido este destino por los cuatro países estudiados. Pablo Antonio Cuadra, en su libro El Nicaragüense, aborda la inestabilidad de varias ciudades de Nicaragua, desde la primera capital del país —fundada en 1524 a orillas del lago Xolotlán, al igual que Managua, y conocida como León Viejo— que fue abandonada por sus pobladores en 1610. “Esa capital que huye es un suceso único en la historia de América, pero, dentro de la historia de Nicaragua es solamente un primer signo y un primer símbolo de su raro y dramático destino”, escribe Pablo Antonio Cuadra. Managua devastada por dos terremotos, el de 1931 y el de 1972, es una capital desintegrada que se resiste al éxodo, aunque curiosamente sea en Acahualinca —un viejo barrio de la capital— donde se encuentra “la huella más antigua de un pie humano que huye”.

Es válido preguntarse: ¿Participan el resto de los países centroamericanos de esa condición nómada? La generalización sería muy aventurada, pero sí se puede afirmar que la inestabilidad causada por los desastres naturales es una característica compartida: la llamada “Ciudad Vieja” de Guatemala, fundada en 1527 al pie del Volcán de Agua, es arrasada por una erupción volcánica, seguida de un aluvión en 1541. Trasladada al Valle de Ponchoy, fue desde 1543 a 1775 la capital del entonces “Reyno de Guatemala”, pero entre 1700 y 1773 Santiago de los Caballeros de Guatemala —hoy Ciudad Antigua— sufre diez erupciones del Volcán de Fuego. Con el terremoto de 1773, queda destruida su espléndida arquitectura colonial y tiene que ser trasladada al Valle de la Ermita en 1776, con el nombre de Nueva Guatemala de la Asunción. San Salvador, asentada en el antiguo señorío de Cuzcatlán, fue reubicada en 1542 a orillas del río Acelhuate, sin poder liberarse de erupciones volcánicas, inundaciones (1852), incendios (1873 y 1889) y terremotos (1625, 1854 y el último en 2001). Asimismo, en Costa Rica, Cartago, la primera capital, fundada en 1564, fue destruida por el terremoto de 1910, no sin antes haber sufrido las erupciones del volcán Irazú.

El recuento podría hacerse interminable, y como consecuencia de este cúmulo de desastres, el éxodo es mayor en unos países que en otros. Ciudad Vieja, Ciudad Nueva, Ciudad Antigua se convierten en una imitación o simulacro que muestra una búsqueda de identidad, a través de la persistente reiteración de nombres, o de un rescate de valores sociales y culturales dentro del espacio urbano. Sin embargo, la condición emigrante en la región centroamericana también está estrechamente unida a las necesidades del ciclo agrícola, de manera que los productos de la costa y de la bocacosta (café, azúcar y posteriormente el algodón) han marcado la movilidad de la mano de obra trabajadora, y muchas ciudades del Pacífico han sido visitadas temporalmente por muchas familias que vivían en las tierras altas o en el altiplano. Por tanto, las culturas del campo y de la ciudad sufren transformaciones y, en términos posmodernos, transculturaciones. Si se le ha dado una especial importancia al entorno urbano, es precisamente porque en la polis se evidencia con mayor fuerza la relación entre el ser humano y la sociedad, las convenciones artísticas, la visión del uno hacia el otro o el encuentro con esos “lugares extraños y no poseídos”, que Italo Calvino menciona en Las Ciudades y la Memoria.

La construcción de un imaginario cultural centroamericano

La sustitución de una cultura por otra, es decir, la de los conquistados por la de los conquistadores, la dominación de la población indígena diezmada, esclavizada y sojuzgada, trajo como consecuencia la destrucción de un pasado histórico, artístico y cultural que sobrevivió parcialmente mediante un creciente proceso de mestizaje. No obstante, el descubrimiento de un nuevo espacio y de su paisaje natural, cuya belleza sorprendiera a Colón y que Alexander von Humboldt estudiara científicamente, fue objeto de múltiples descripciones y representaciones plásticas por medio de la línea y del color, registrando lo que hoy día se ha considerado como lo “real maravilloso”.

Esas primeras visiones americanas que parten de la mirada del otro, es decir, del que viene del viejo continente, van a ser objeto de estudio desde el principio de este trabajo. Aunque todas las miradas reflejan puntos de vista, a veces, la mirada del científico y del explorador es desplazada por la mirada eurocéntrica del viajero o por las visiones prejuiciadas del otro. En este sentido, se han tomado en cuenta los estudios de Todorov para poder apreciar con imparcialidad las relaciones entre el que viene de afuera y los naturales de América. La lectura de viajeros como Squier, Fröbel y Marr, resultó de suma importancia para comprender esas primeras relaciones del yo con el otro. Asimismo, en la semblanza biográfica de Walter Lehmann se destaca de manera especial su estudio de las lenguas americanas, como vehículo indispensable para desentrañar los conceptos culturales y la importancia de los estudios americanistas en Berlín desde el siglo XIX. La biografía de Berthold Riese, los escritos de Gerdt Kutscher y las publicaciones en la Revista Indiana, del Instituto Iberoamericano de Berlín, contribuyeron a delinear la personalidad de Lehmann dentro del zeit-geist o “espíritu de su tiempo”.

En los siguientes capítulos se hace un estudio sobre el valor de los archivos (cap. III), comenzando el análisis bajo la perspectiva derridiana como elemento consignador de la memoria. Los diferentes métodos o formas de análisis involucran desde el acercamiento a la fotografía y al valor de las imágenes, partiendo de Walter Benjamin, Barthes y Susan Sontag hasta las nuevas aproximaciones de Peter Burke, sin pasar por alto a la Escuela de Warburg y sus estudios sobre los aspectos iconográficos, aplicados al significado de la imagen y a la interpretación iconológica al momento de abordar el contexto cultural.

Siguiendo la ruta de Lehmann, se inicia el estudio del legado a partir de Costa Rica, primer país visitado (1907-1908), cuyas fotografías y tarjetas postales muestran los paisajes urbanos de la capital y sus alrededores, así como el auge agroexportador. Asimismo, otras imágenes fotográficas revelan sus estudios arqueológicos y su incursión en la fotografía etnográfica. Las traducciones de Miguel Ángel Quesada Pacheco sobre el viaje de Walter Lehmann a Costa Rica, especialmente su diario de viaje, permitieron conocer no sólo su recorrido, sino también la autoría de algunas fotos. Igualmente, se pudieron establecer relaciones con la historia mediante la lectura de Héctor Pérez Brignoli, Carolyn Hall y Elizabeth Fonseca; con las formas de sociabilidad, a través de Florencia Quesada y Chester Urbina.

Lehmann reside en Nicaragua de 1908 a 1909, y su recorrido fue amplio. Además de visitar Managua y sus alrededores, la meseta de los pueblos y León, también atravesó el lago Cocibolca para viajar a Ometepe y a Solentiname. En su Reporte de Viaje (1910), afirma que “tuvo la rara oportunidad de ser el primer arqueólogo que trabajó en las islas del Archipiélago de Solentiname”. Uno de los aspectos más importantes es su recorrido por el río Coco, al igual que Sapper, y su estancia en la Costa del Caribe nicaragüense, donde llevó a cabo importantes estudios lingüísticos, antropológicos y etnológicos. Las Relaciones de Viaje —Reiseberich— fotografías y postales, dan prueba de su extenso recorrido así como de sus estudios lingüísticos, especialmente de la lengua rama, y del rescate de tradiciones sumus y miskitas. Además de los relatos de viaje publicados en la Revista de Etnología, la obra de Götz von Houwald sobre los alemanes en Nicaragua y los indios sumus de la Costa Atlántica, constituyeron una fuente invaluable de información; asimismo, el libro de Germán Romero sobre las sociedades del Atlántico en los siglos XVII y XVIII. Igualmente, el estudio etnográfico de Conzemius sobre los indios miskitos y sumus, traducido por Jaime Incer, y el viaje de Sapper por el río Coco, con la impecable traducción de Fidel Coloma, fueron un valioso soporte para contextualizar el archivo fotográfico.

Si bien su viaje por El Salvador (1909) fue breve y su archivo fotográfico no tan abundante, son las fotos las que nos dan noticias de su recorrido y, al mismo tiempo, nos permiten seguir la ruta de Lehmann por todo el país, desde su entrada por el Puerto de la Unión hasta su salida por el Puerto de Acajutla, rumbo a Guatemala. Continuó con su interés por la etnología, tuvo relación con las comunidades indígenas de Chilanga, Izalco y Nahuizalco, donde recopiló un abundante vocabulario de la lengua pipil. Aunque Lehmann dejó constancia de sus intercambios lingüísticos en los resultados de su viaje por Centroamérica (1910), no documentó su recorrido por El Salvador. En este sentido, la obra de Gustavo Herodier resultó de suma importancia para comprender la génesis y el destino de algunas ciudades, así como la lectura de George Alexander Thompson y su paso por El Salvador en el siglo XIX.

Siempre, en 1909, finaliza su viaje en Guatemala. El contenido de su archivo varía notablemente y hay un predominio absoluto de la fotografía etnográfica, producto de la gran variedad étnica: kekchí, pokomchí, quiché, cakchiquel, pokomán, mopán y tzutujil, para citar algunas, sin descartar a los garífunas en el Atlántico. Igualmente, la sobrevivencia de las culturas precoloniales y coloniales está presente en este archivo fotográfico.

La Prensa Literaria

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