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Ravel en la fantasía

Sin duda la referencia más sonada y popular en torno a la diversa creación de Maurice Ravel (7 de marzo de 1875—28 de diciembre de 1937) de origen compartido solidariamente por Francia y España, sin disputárselo con antagonismos egoístas, es el ballet Bolero (1928) sobre el cual la cinematografía cómica en la figura de Cantinflas, […]

Sin duda la referencia más sonada y popular en torno a la diversa creación de Maurice Ravel (7 de marzo de 1875—28 de diciembre de 1937) de origen compartido solidariamente por Francia y España, sin disputárselo con antagonismos egoístas, es el ballet Bolero (1928) sobre el cual la cinematografía cómica en la figura de Cantinflas, ofrece una versión tantas veces gozada y celebrada.

Dentro del repertorio satírico, la escenografía respeta los términos de la partitura, siéndole fiel a la música, más no en los movimientos libertinos del bailarín.

En la dicción original una diva en continuo movimiento es la protagonista del espectáculo. La traslación hilarante ha sido —desde luego— un factor de difusión amplio entre los públicos de escaso o negativo conocimiento de la obra de Ravel. Sin embargo —de ninguna manera— podría llegarse a la conclusión de que el Bolero es conocido más por el montaje jocoso que en su nivel externa la gracia del histrión, en una posada que no es la española de este ballet trascendente en las salas serias del mundo desde que fue estrenado con algunas críticas aunque con mayor admiración en el balance de las reacciones, desde que la personalidad de Ravel reflejó sus lauros con intensa luz, desde que fue una motivación saturada de innovaciones para la opción culta de París, donde a partir de los 14 años comenzó a dibujar en la tabla temática, los signos de una novedosa densidad nocturna, estimulada por los conocimientos que le prodigaron sus maestros Gédalge y Faure cuyos pedestales cimeros estuvieron ligados al concepto ancestral, pero innovados por el discípulo con abundante disposición imaginativa y recreadora, riesgosa de la sanción rigurosa. Esta tendencia de remozar, de poner ingredientes intolerados, de escabullirse de los cánones venerados, haciendo de la formalidad una fantasía enriqueció su cercanía amistosa con un icono de las modalidades extrañas, Eric Satie, en el criterio subjetivo del suscrito, unos de los pianísticos más sentidos de la época en que tuvo relevante boga la descripción poética de la cual serían basamentos Debussy y el propio Ravel. Raro disidente de esa escuela este Satie, quien viene al caso por la influencia primaria que ejerció sobre nuestro compositor, modestamente festejado en esta página, el mismo que más adelante vuela a las cumbres donde ya están situadas las banderas firmes de Schuman y de Liszt.

No es la intención ocuparme de las primeras composiciones puestas por su inobjetable calidad y versatilidad en el repertorio selecto, vivas, con síntomas de pavonearse con la inmortalidad y la reiteración de habitar en los carteles de las catedrales teatrales, como “Antiguo Minué”, con sabores para complacer las peculiaridades gustativas de antaño y de hogaño, “Habanera” y “Pavana para una infanta difunta”(1899). Fuera de que Ravel en la excepción de las rutinarias modalidades, renunció al oficialismo con una verticalidad mortal, áspero enemigo de los premios a los que adjudicaba una negociación deliberada, fruto de cabildos, de roscas y de intereses personales.

La prioridad de Ravel fue entregarse totalmente—sin resquicio para la manía estatal—a su empeño de crear con el emblema de la independencia, con la proyección de un estilo liberado, bonachón, escénico, teatral, danzarino, fantasioso, aunque sus detractores oprimidos por la tradición, lo hayan calificado como “el autor de una música de café con gran aparato de disonancias”

La Prensa Literaria

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