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Regresión al pasado. En un óleo de Paolo Golino. LA PRENSA/Archivo.

Más perdido que un perro en procesión

De niño me enviaban al pueblo de mis padres, Ocotal, a pasar vacaciones. Allá me quedaba en la casa de mi abuela Isabel Moncada de Sotomayor. La casa de mi abuela era una enorme estructura de trompos colgantes del techo, puertas de arco, pasillos internos, hornos de leña, patios y traspatios, jocotes, mangos, mimbros, chilcas, […]

De niño me enviaban al pueblo de mis padres, Ocotal, a pasar vacaciones. Allá me quedaba en la casa de mi abuela Isabel Moncada de Sotomayor. La casa de mi abuela era una enorme estructura de trompos colgantes del techo, puertas de arco, pasillos internos, hornos de leña, patios y traspatios, jocotes, mangos, mimbros, chilcas, leche traída en burro y un enorme pino en medio del jardín principal. Con mi abuela vivía su esposo el doctor Bernardo Sotomayor. Ciego por haberse opuesto al dictador de turno, mi abuelo Bernardo era parte principal de mis vacaciones. Mi abuela lo sentaba en el corredor principal en una silla de posición verde que había sido de mi tío Sofonías Salvatierra. A mí me tocaba por las mañanas leerle a mi abuelo lo que él pidiera ese día: Periódicos, revistas, razones escritas y pedazos de libros de autores como Albert Camus, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, y otros. En la casa vivían no menos de 20 personas entre empleadas, hijas de crianza, mozos que llegaban y se iban a cada rato, dos niñas viejas y varios posantes itinerantes que silentes llegaban, comían, opinaban y se iban sin dejar huella. En medio de todo, estaba la Estebana, la empleada de confianza de mi abuela, quien tenía un carácter infernal. La Estabana tenía muchos dichos que los decía según la ocasión. A ella le escuché: “no seas valiente en cocina”, “aquí paz y después gloria”, “no está la Magdalena para tafetanes”, “quién te conozca que te compre, yo ni regalado”, y uno que me gustaba mucho “pareces perro perdido en procesión.” Estando yo en el parque, una Semana Santa antes del terremoto y después de haberle leído a mi abuelo las últimas 25 páginas de El Hombre Mediocre de José Ingenieros, noté que había una enorme multitud de gente en la iglesia. A las doce en punto, bajo un sol salvaje que hacía brillar las calles arenosas del pueblo, salió la procesión. Jesús venía en su nicho de vidrio vestido con una túnica púrpura. El nicho era llevado por ocho cargadores que jadeantes balanceaban su peso, y delineaban el ritmo de los procesantes. La ola de gente emergió de la puerta mayor, y la cola se formó desde las gradas hasta la casa de la Luisa Amanda Paguaga, adonde vivía Chico, mi amigo y amigos ambos de Carlos Manuel y Leonardo, caídos los dos por oponerse al dictador de turno. Ya estaba yo por irme, pues los tumultos me sofocan, cuando apareció el perro. Venía del lado del barrio el Mico y era costilloso, galgoide, arqueado al centro y de aspecto achinado. De hocico azorrado, el perro se metió debajo del nicho, se guarecio del sol, y esperó. Instintivamente me aposté en la cuarta fila de aquel enorme tubo de gente y decidí seguir al perro, a ver si se perdía en la procesión. Hubo rotación de cargadores, la gente chupó bolis, otros tomaron energizantes pócimas de arroz con cacao, las beatas adelante, los bolos y locos en medio, el resto atrás. Empezó la marcha al ritmo de un cántico de género medieval, murmurado por las coristas, quienes enmantilladas y de riguroso negro, procesaban detrás de los curas y monaguillos, ahogándose en un denso incienso emanado de enormes recipientes farolescos. Ubicado en la cuarta fila, que de cuneta a cuneta tenía más de veinte personas, pude ver cuando el perro se salía de la sombra del nicho y se metía dentro de la muchedumbre. El ritmo, la distancia horizontal, y la cadencia de la marcha, eran estrictos y los procesantes, cual soldados a paso de bota alzada, sabían, sin ser mandados, manejar los anatómicos movimientos cual falanges romanas al inicio del combate. Al doblar la esquina del registro público supe que tenía problemas. Perdí de vista al perro, y no podía salirme de la férrea formación procesional, que inatajable, avanzaba con su pesado anaquel de personajes posesionados todos de su papel religioso. Mil veces intenté cruzar la inexpugnable tercera fila, dos mil veces traté de pasarme a la quinta. Nada. Miré como rotaron los cargadores con precisión y como los relevados engrosaban la marcha sin causar desdoble en el ritmo. Igualmente vi como los desmayados eran cargados, revividos, pero jamás sacados de la procesión. Aquello era claro, el sufrimiento y la penuria, junto a la disciplina, eran parte de la penitencia, y por lo tanto aquel sacrílego que se atreviera a quebrantar el evento, quedaría aislado por el pueblo de por vida. Todo yo sudaba, y me entró un sopor opiatico. Ya eran las tres y la gente me miraba ya con lástima, cuando apareció el perro. Venía de atrás y traía prisa. Con paso firme y trayectoria ajedrezada, no parecía perdido, al contrario lo vi como pasaba de fila en fila manejando los tiempos con exactitud Pitagórica. Su teorema era simple: El perro se movía inversamente proporcional al cadencioso ritmo de los procesantes . De modo que cuando el penitente jadeaba hacia la izquierda, el perro ocupaba, por fracción de segundo, el espacio dejado por el pie derecho del marchista, y viceversa. Por lo tanto el perro siempre avanzaba hacia adelante dibujando rombos, sin que su paso quebrara el delicado equilibrio de aquel proceso. Su aparentemente errático vaivén no era más que un acto de supervivencia y adaptación ante aquella muralla que a mí me parecía imposible de escalar. Igual que aquellos que buscan grietas en las paredes de los laberintos, el perro había logrado perforar el inexpugnable tubo de gente usando su sentido de ubicación ante la vida. Jamás estuvo perdido, los perdidos éramos los que no queríamos ver lo visible por pensar en lo impensable que hubiera sido cuestionar el dogma, la tradición y lo sublime. Cayó la tarde y regresamos todos a la iglesia. Tardó solo el nicho en entrar por la puerta cuando el caos reinó. De regreso a la casa de mi abuela mi abuelo me preguntó adónde había estado todo el día: “siguiendo un perro” le dije. Él sonrío y me pidió que le leyera el almanaque para ese día. Al perro no lo vi más, y por supuesto tampoco le dije a la Estebana acerca de lo falible de su dicho.

La Prensa Literaria

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