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En su libro El buscador de paisaje, Robleto retrata las tradiciones y el folclor del país. LA PRENSA/Archivo.

Octavio Robleto: Un poeta infalible, un amigo inolvidable

Poeta vital y sensualista (en la línea de Omar Khayaam y Li T’ai-po), Octavio Robleto era uno de esos poetas (como Joaquín Pasos) totalmente incapaces de escribir un mal verso. Su Mariyitaaaaá es uno de los poemas de su generación más citados por personas ajenas al gremio. También: «Bello es beber, embriagarse hasta el límite […]

Poeta vital y sensualista (en la línea de Omar Khayaam y Li T’ai-po), Octavio Robleto era uno de esos poetas (como Joaquín Pasos) totalmente incapaces de escribir un mal verso. Su Mariyitaaaaá es uno de los poemas de su generación más citados por personas ajenas al gremio. También: «Bello es beber, embriagarse hasta el límite de lo inconcebible…y es bello no beber, ser un perfecto nazareo…». Pero la quintaesencia de su persona poética es la filigrana que comienza: «Mi novia se parece a una vaca, / es mansa y apacible, es dócil y es láctea…»

Aficionado al «nepente de las bebidas alcohólicas», alternaba breves períodos de libación, con largos períodos de abstinencia. No bebía por despecho. Lo hacía por puro deleite. Jamás se planteó la dipsomanía como un problema. Y aunque nunca fue rico, las vicisitudes económicas nunca lo atormentaron. La dicotomía dipsómano/abstemio encierra en él otra más significativa: la del hombre de campo (con vocación de fauno), libre y sin complejos, y el hombre de ciudad, conflictivo, desarraigado.

Nacido en Juigalpa, Chontales, en 1935, vivió su niñez y parte de su adolescencia en Comalapa, Chontales. Pasaba las vacaciones entre pozas, caballos y ordeñas, en la finca de ganado de su padre en el Cerro de Oluma, en Cuasilá, cerca de Cuapa, entre Juigalpa y Tecolostote. Producto de esa juventud idílica son sus poemarios Vacaciones del estudiante (1964) y Noches de Oluma (1972). Siempre soñó con “retirarse un día del ambiente urbano y burocrático, definitivamente, a su pequeña finca en Chontales” (nota en la contratapa de El Día y sus Laberintos; 1976).

Incapaz de hacerle daño a nadie, me gustaría decir que su sonrisa sempiterna (diferente del rictus cardenaliano) reflejaba la paz de un hombre totalmente reconciliado con la vida, si no fuera porque Octavio jamás estuvo peleado con ella. Y aunque, más por ósmosis que por predisposición natural, fue hombre de izquierdas, los cambios bruscos de sistemas políticos tampoco le amargaron la existencia. Es muy probable que nunca en su vida se haya enfrascado en una discusión política.

De su madre Zelmira, que recitaba de memoria pasajes de Cervantes, Lope de Vega y Calderón, heredó la pasión por la literatura. Niño aún leyó el Quijote, Las Mil y Una Noches… Vivió un tiempo en Boaco, en casa de una tía rica, y luego se trasladó con su familia a Managua donde hizo el bachillerato en el Instituto Pedagógico (de los Hermanos de la Salle). Muy joven asistía a las tertulias en casa del maestro Rodrigo Peñalba, donde conoció a Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal y al pintor Armando Morales.

Como tantos poetas de su época, decidió, sin ninguna vocación por las leyes, seguir la carrera de Derecho. Llegó a la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) precedido por la fama de dos premios Rubén Darío (1958 y 59). Su primera desilusión fue el fin de su noviazgo con María Haydee Terán, hija de los dueños de la editorial Antorcha, donde se imprimieron algunos números de la revista Ventana. Para darse importancia ante la muchacha, la llevaba a visitar a su amigo Carlos Fonseca Amador, fundador del FSLN, que guardaba prisión en las cárceles de la Aviación.

Como suele suceder en las novelas de aventuras, la muchacha prefirió al guerrero antes que al poeta. Carlos y María Haydee contrajeron matrimonio religioso en México, en 1965, en la casa de Edelberto Torres. Octavio pasó la cabanga en una pequeña finca del poeta Mario Cajina Vega, en las afueras de Masaya.

En 1966 hizo estudios de investigación literaria en Alemania. Ha visitado Mallorca, Dinamarca y Washington, DC, adónde llegó con una beca Fullbright. A mitad de los 60 se radicó definitivamente en Managua. En 1965 publicó Enigma y Esfinge. Hombre de vasta cultura, el escritor de cine Ramiro Argüello Hurtado lo recuerda como su mentor: “Fue la primera persona que me habló de Proust, de Joyce…”. Asiduo visitante de la cafetería La India y la Espuela, fue “el Gran Maestro”, cuando Mario Cajina Vega era “el barón”. Juntos me recordaban al zorro y al gato de Pinocho.

Octavio se ganaba el pan dando clases de Humanidades y ejerciendo, a regañadientes, su profesión. En 1968 contrajo matrimonio con la actriz nicaragüense Socorro Bonilla Castellón, graduada en el Conservatorio de Arte Dramático de Madrid, ex directora del Teatro Nacional Rubén Darío y actual Rectora de la Universidad del Valle. Ambos procrearon a Malitzin Zelmira, que reside en Los Ángeles, California, donde se graduó en Psicología Infantil.

Uno de sus mejores y más sencillos poemas es el que hizo sobre la muerte: “Un día uno se muere…se acaba uno tristemente…”. Ese día, en la vida de Octavio, fue el 8 de octubre de 2009. Allá nos vemos.

La Prensa Literaria

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