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Pintura de Carlos Montenegro basada en los Cantos de Cifar, de Pablo Antonio Cuadra. LA PRENSA/C. MALESPÍN

La abuela de las cebollas

Leoncio se bajó del taxi y entró a la casa para ver por última vez a Mama Chole, tal como él la conocía desde hacía varios meses en los que sábado a sábado iba a comprarle cebollas, y una que otra chiltoma… cuando ella tenía. Para su sorpresa, había demasiada gente más de lo que […]

Leoncio se bajó del taxi y entró a la casa para ver por última vez a Mama Chole, tal como él la conocía desde hacía varios meses en los que sábado a sábado iba a comprarle cebollas, y una que otra chiltoma… cuando ella tenía.

Para su sorpresa, había demasiada gente más de lo que imaginó incluso antes de bajar del taxi. Se fue acercando y entre la corredera de niños, cinco señoras vestidas de negro, unas, y negro con blanco, otras, visiblemente acongojadas, rodeaban el ataúd que guardaba los restos de aquella humilde anciana.

Sí, era una anciana nonagenaria, chiquitita, con el lomo encorvado, unas cuantas hebras de cabello —todas blancas— y su cutis semejaba ya un mapamundi, de tantas y tantas arrugas.

La conocí un sábado de julio cuando fui al Oriental —me relató Leoncio—. Ese sábado tuve un disgusto con mi mujer y decidí perder el tiempo en ese mercado y comprar de último los víveres. Después de largo rato dando vueltas y ya casi decidido a comprar para regresar a casa, vi una señora que dormitaba en una silla maltrecha y en sus manos una toallita vieja, desteñida.

—Buenos días — le dije. Ella se inclinó y me preguntó cuánto de cebolla quería.

A decir verdad no quería esas cebollas por lo marchitas que estaban, pero opté por comprarle una docena, más por caridad que por necesidad de llevarlas.

—¿La dejaron cuidando la mercadería? —fue la consulta que le hice para entender su presencia en ese bullicioso y tedioso mercado.

—No, tengo que vender para sobrevivir —me expresó sin verme a la cara y siguió escogiendo las cebollas que estaban más presentables.

—La vida está dura —balbuceó.

—¿Desde qué horas está usted acá? —interrogué tratando de solidarizarme.

—Hoy me levanté a las 4 de la mañana porque me dormí; tenía que estar en pie desde las 2 y media porque hoy vienen los camiones de Sébaco, pero no sé qué me pasó y cuando desperté ya eran las 4. Y para nada —continuó— ya se habían ido cuando vine a las 6. En hacer el café y algo de desayuno se me fue el tiempo…

Y ahí empezó nuestra corta, pero profunda amistad.

Durante los sábados siguientes supe que tenía cinco hijas, tres varones, diecisiete nietos, tres bisnietos y una tataranieta. Todos viviendo en la misma casa.

—Gracias por venir —le expresó al visitante una de las cinco señoras, la única que traía un chal y quien sacó a Leoncio de sus divagaciones y recuerdos.

—Soy Damiana Lugones, la tercera de las hijas de Mama Chole —y con su gesto trataba de denotar tristeza. No le contestó y apenas pudo apretarle las manos. No sintió la necesidad de darle el pésame. Total, no creyó que todas ellas estuvieran sufriendo. Es más, ninguna.

Aún el sábado pasado, hoy hace ocho días, Leoncio conversó con Mama Chole. Ya era rutina que los sábados llegaba a las 8 de la mañana y tras largo rato de conversaciones, cafés y anécdotas de ambos, almorzaban juntos y luego él regresaba a su casa, con cebollas marchitas la mayoría de las veces.

De su boca conoció un mundo distinto y quizá inconcebible para los tiempos actuales. Mucho se refirió a la época en que la energía eléctrica, los automóviles, el televisor o la radio eran, cuando menos, “inventos del diablo”. En cuanto a su formación educativa, los valores morales y cristianos estaban por encima de cualquier sacrificio.

—Todas mis hijas son de un mismo hombre —le señaló uno de los sábados cuando le aconsejaba sobre el tortuoso matrimonio que Leoncio tenía. —Todas somos celosas —asentó, tratando de justificar la actitud de Carolina, la esposa.

El sábado pasado —como referí antes fue la última vez que conversó con ella— ya no tenía las pocas energías de los sábados anteriores. Como intuyendo su final se quejó de sentirse huérfana de familia.

—Todas viven conmigo, pero es como si tampoco vivieran allí. Cada quien vive su vida y se acuerdan de esta vieja cuando por accidente me las topo en los pasillos.

Mama Chole siempre decía algo que dejaba mudo a Leoncio.

—Era muy querida —le interrumpió nuevamente alguien, esta vez otra de las hijas de la venerable anciana.

—¿Será? —le interrogó sin volverla a ver… y salió.

El teatro de las hijas de Mama Chole llegó a su clímax a la hora de sepultarla, se desgarraron buscando la compasión de los vecinos y de las mercaderas, se hincharon sus ojos y se le apagaron sus voces clamándola, pero esa danza negra de la hipocresía Leoncio no la quiso ver, no vaya a ser y de la cólera se infartara y apresurara su transición vital.

La Prensa Literaria

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