Por Tania Sirias
Si hay algo que siempre quise hacer fue donar sangre. Lo consideraba como esos actos heroicos que uno realiza en la vida, sin embargo fue algo que fui aplazando con el pasar de los años, hasta aquel domingo al salir de la misa en la Catedral de Managua. La primera vez que intenté hacerlo fue cuando aún era estudiante en la Universidad Centroamericana (UCA). Los voluntarios de la Cruz Roja hicieron un periplo de aula en aula, anunciando que iban a estar en el auditorio Neysi Ríos el cual estaba junto al laboratorio de Radio.
Al parecer yo cumplía con casi todos los requisitos —no tenía tatuajes, no era consumidora de drogas, no tenía varias parejas sexuales, no padecía enfermedades infecciosas, tenía 18 años cumplidos— pero, ahí estaba el pegón, no llegaba ni a las 100 libras.
Al subir a la balanza tenía el peso de 92 libras, así que el voluntario de la Cruz Roja me dijo que aumentara un poquito más mi masa corporal y que llegara a las oficinas que ellos tenían en el reparto Belmonte. Transcurrieron más de 15 años para que yo volviera a sentir ese llamado anónimo, y claro, había aumentado más de 20 libras.
Era un domingo de diciembre donde daba cobertura periodística junto con mi compañero de vídeo Néstor Arce. En los predios de Catedral estaban nuevamente los de la Cruz Roja con sus camillas y su material estéril para obtener unos 450 mililitros de sangre por voluntario.
Ni siquiera lo pensé, era mi deber como ciudadana donar sangre, así que llené el formulario, me realizaron una pequeña entrevista, al mismo tiempo tomaban mi presión arterial y extraían una pequeña muestra de sangre de mi dedo gordo, la cual dejaban caer en un recipiente de vidrio que tenía un líquido de color azul.
No había padecido nunca de hepatitis, me había realizado pruebas de VIH en mis dos controles prenatales, seguía sin tener tatuajes, tampoco había consumido drogas y el peso estaba ideal. “Todo listo”, me dijo el cruzrojista mientras anotaba mi nombre junto a un código. “Es hora de recostarse en la camilla y respire”, me dijo.
Me colocaron una aguja en las venas al nivel del codo, luego le unieron una sonda que era conectada a una pequeña bolsa la cual se iba llenando poco a poco. Me dieron una pequeña pelota de goma la que iba apretando cada cierto tiempo para que la sangre fluyera un poco más rápido.
La extracción no duró más de 15 minutos. Retiraron la aguja, me dijeron que debía descansar por otros 15 minutos más. Me regalaron un jugo donde podía escoger entre manzana y durazno, así que decidí por la segunda. A mi lado estaba siempre acompañándome Néstor Arce quien hacía tomas de las personas que se encontraban donando sangre.
Hasta ahí todo iba bien. En diciembre el calor se alborota y el sol de mediodía es inclemente. Le pedí a Néstor que camináramos hasta Metrocentro a buscar una gafas, no era mucho lo que íbamos a recorrer, a lo más unos 300 metros.
Habríamos caminado unos 200 metros hasta llegar a la parada y cuando estábamos listos para cruzar la carretera, detuve la marcha y logré agarrarle la mano a mi colega. Solo logré decirle “esperá un momento”. Fue donde sentí por primera vez que un aire helado invadía mi cuerpo y caí sumida en un sueño repentino.
Cuando recuperé la conciencia mi compañero de trabajo pedía a gritos ayuda y la gente que me rodeaba gritaba “¡Déjenla respirar!” Me había desmayado en una de las paradas más transitadas de la capital, de fondo se escuchaba una música testimonial que provenía de una champa improvisada donde vendían camisetas del Ché. Un vendedor de agua helada me mojaba la cabeza, mientras yo me encontraba sentada en el puesto de una vendedora de velas e imágenes de santos.
No me arrepiento haber donado sangre. Son experiencias que uno se lleva en la vida, aunque algunos de mis compañeros aún se burlan y me dicen que por medio litro de sangre la Cruz Roja me iba a poner dos. Aún recuerdo la historia del señor Julio César Solórzano, quien celebró hace unos tres años su donación de sangre número 100. Tal vez no llegaré a realizar esa cantidad de donaciones; pero sí volveré a dar de mi sangre, aunque esta vez desayunaré más fuerte y me prepararé para otro desmayo. Pero esa ya será otra historia.
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