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Jesús, mesías del amor para la humanidad

El Evangelio de mañana domingo, correspondiente al segundo domingo del tiempo ordinario, está tomado del evangelio según San Juan 1, 29-34 y es continuación del evangelio que leíamos el segundo domingo después de la Navidad, conocido como el prólogo de San Juan. Aquí se nos relata el encuentro de Jesús con Juan el Bautista, el precursor. Es uno de esos grandes encuentros que San Juan nos relatará a lo largo de todo su evangelio (Natanael, los primeros discípulos, Nicodemo, etc.). Estamos hablando del encuentro de Jesús con Juan el bautista, en el que Juan declara solemnemente la identidad de Jesús: como el Hijo de Dios, como el mesías sufriente, es decir “el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Con esta declaración de Juan, queda claro cuál es la misión del Mesías: redimir al hombre del pecado. En el Antiguo Testamento, los pecados se expiaban por la sangre sacrificada de un cordero puro, sin mancha (cf. Ex12, 5; Lv 9, 1-4). Jesús asume el lugar del cordero que es sacrificado en la cruz el viernes santo, precisamente. San Juan, en el capítulo 19 sitúa la muerte de Jesús coincidiendo con las horas en que se sacrificaban en el Templo los corderos de Pascua que cada familia consumiría en casa durante la noche en recuerdo de la liberación de la opresión (cf. Jn 19, 31-37).

PBRO. HERLING HERNÁNDEZ

El Evangelio de mañana domingo, correspondiente al segundo domingo del tiempo ordinario, está tomado del evangelio según San Juan 1, 29-34 y es continuación del evangelio que leíamos el segundo domingo después de la Navidad, conocido como el prólogo de San Juan. Aquí se nos relata el encuentro de Jesús con Juan el Bautista, el precursor. Es uno de esos grandes encuentros que San Juan nos relatará a lo largo de todo su evangelio (Natanael, los primeros discípulos, Nicodemo, etc.). Estamos hablando del encuentro de Jesús con Juan el bautista, en el que Juan declara solemnemente la identidad de Jesús: como el Hijo de Dios, como el mesías sufriente, es decir “el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Con esta declaración de Juan, queda claro cuál es la misión del Mesías: redimir al hombre del pecado. En el Antiguo Testamento, los pecados se expiaban por la sangre sacrificada de un cordero puro, sin mancha (cf. Ex12, 5; Lv 9, 1-4). Jesús asume el lugar del cordero que es sacrificado en la cruz el viernes santo, precisamente. San Juan, en el capítulo 19 sitúa la muerte de Jesús coincidiendo con las horas en que se sacrificaban en el Templo los corderos de Pascua que cada familia consumiría en casa durante la noche en recuerdo de la liberación de la opresión (cf. Jn 19, 31-37).

Jesús se manifiesta como el Hijo de Dios, no por el poder de hacer milagros, sino por la negación de sí mismo, hasta la entrega de su propia vida, porque «en su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical» (Carta encíclica Deus caritas est, Benedicto XVI, 25.12.05, 12). Jesús es el Hijo de Dios porque busca el camino de la humillación y del sacrificio. No altera el amor, presentándose como el más fuerte e invencible, sino que sigue el camino de la entrega de la propia vida. “Su vida es una entrega radical de sí mismo a favor de todas las personas, consumada definitivamente en su muerte y resurrección. Por ser el cordero de Dios, Él es el salvador” (Documento conclusivo de Aparecida, 102). Es a partir de allí, en la entrega de Cristo en la cruz, desde donde se debe definir qué es el amor. Para Juan el Bautista, Jesús es el mesías, el que existía antes que él, porque posee en plenitud el Espíritu del amor; este amor que será la razón de su entrega y de su sacrificio hasta el fin (cf. Jn 13, 1).

El cristiano está llamado, como Juan el Bautista, a reconocer que Jesús no es un mesías de poder mundano; sino de amor. Y, manifiesta su condición de Hijo de Dios entregándose como víctima propiciatoria por nuestros pecados (cf. 1 Jn 4, 10). No se puede ser auténtico cristiano, sin identificase con Jesucristo y compartir su destino en el sufrimiento, en el sacrificio y en la entrega de la vida: “el cristiano corre la misma suerte del Señor, incluso hasta la cruz” (Documento conclusivo de Aparecida, 140). La vida del cristiano debe ser de entrega, pero no de una entrega motivada por la fuerza, sino por la alegría del amor que es pura y limpia, capaz de redimir y de salvar. Cristo es el amor del Padre por cada ser humano, un amor que a su vez es incondicional y, por eso, es primero que nosotros y que nuestros propios actos. En el amor de Cristo, «el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar» (Carta encíclica Deus caritas est, Benedicto XVI, 25.12.05, 13). Es a partir de este amor que Dios se convierte para el ser humano en la verdadera esperanza por la que se vive y actúa, porque «Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto»

Religión y Fe mesías

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