Por JuanCarlos Ampié
Walter Mitty es un personaje de contornos vagos sobre los cuales cualquier espectador puede proyectar su añoranza sobre los caminos no tomados. Nació en una breve historia de James Thurber, publicada en la revista New Yorker en 1939. En 1947 llegó a la pantalla de cine por primera vez, en una comedia protagonizada por Danny Kaye. La nueva adaptación que ahora vemos en cines es un proyecto que tiene casi dos décadas de circulación en la tubería de Hollywood. Durante varios años, Jim Carrey trató de llevarlo a término. Los devaneos de la industria lo llevaron eventualmente a manos de Ben Stiller, quien ahora dirige y protagoniza.
Walter es el epítome del hombre común, atrapado en una vida solitaria de silenciosa desesperación. Su trabajo como administrador de recursos visuales de la icónica revista Life está en peligro. La publicación abandona el papel para pasar al plano digital, y la transición es gobernada por Ted (Adam Scott), un patán que no pierde ocasión de humillar a Walter por su mansa disposición. El protagonista es un hombre-niño incapaz de alcanzar sus más profundos deseos, tan grandilocuentes como escalar el Everest y tan mundanos como invitar a una cita a Cheryl (Kristen Wiig), una simpática divorciada. Todo cambia cuando se extravía una misteriosa fotografía del gran corresponsal de guerra Sean O'Connell (Sean Penn), designada para engalanar la última edición impresa de la revista. Empujado a buscarla, Walter se convertirá en el hombre que desea ser.
La película dramatiza las fantasías de Walter, explotando las posibilidad cómica del contraste entre sus deseos y la realidad. El truco funciona inicialmente gracias al sentido visual de Stiller como director, y el talento del cinematógrafo Stuart Dryburgh. Sin embargo, la novedad se gasta rápido. Las aventuras de Walter se convierten en una especie de comercial para promover el turismo en destinos recónditos. Es pintoresco, pero dramáticamente inerte. El enigma de la fotografía perdida es un catalizador antojadizo y poco convincente. La escenificación de la trama en las oficinas de Life , en este momento específico de transformación, pretende darle a la película un subtexto que al final no puede alimentar. Como los “viejos medios”, Walter debe cambiar para sobrevivir. Su “mejor amigo” es un operador de atención al cliente en una página web de citas, en la cual Walter se inscribe para llegar a Cheryl.
Lo viejo y lo nuevo, lo real y lo imaginario, quienes somos y quienes queremos ser… Stiller no puede llevar sus ideas mas allá de la enunciación, porque la película está formulada para ser un éxito taquillero, o al menos, la idea de un “éxito taquillero” que debe volar sobre los aspectos inapetentes de la realidad para servir al público banalidades de superación personal. Por lo menos, tenemos ocasionales destellos de humor —un cantante de karaoke borracho en Groenlandia— gracias a la particular sensibilidad cómica de Stiller. Lástima que tenga que domarla de esta manera.
Hay algo francamente repelente en la manera en que el posicionamiento de marcas comerciales inunda la película. Aun si disculpamos el protagonismo de Life , quedan los restaurantes de comida rápida Papa John’s y Cinnabon, dominando escenas completas. Y nos tragamos eso después de 15 minutos de puros anuncios previos a la película. Pero bueno, en Nicaragua, un país donde las calles de la capital tienen más rótulos que ciudadanos, esto puede pasar por normal.
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