Por Sergio M. Bustamante
Justo en la noche de mi llegada de visita a La Libertad, Chontales, me hicieron una invitación a una experiencia que nunca antes había vivido: ir al Rastro. Hasta ese momento yo apenas había visto los cortes de carne magra empacados en tiendas y los guindajos que suelen hacerse en los mercados de Managua. Por supuesto acepté ir. ¡Era un destace!
Salimos en la madrugada del día siguiente. El frío sabroso de esa hora acariciaba hasta los huesos. Con una altitud de 498 metros esta ciudad no da lugar al calor, ¡imaginen pues a esa hora! Llegamos al Rastro que a simple vista me parecía una iglesia evangélica, de las que aún se ven en barrios empobrecidos o zonas rurales, un galeroncito. Esperamos a que el hombre regordete y de ojos dispersos llegase a abrir.
Me sorprendieron las condiciones del lugar, realmente esperaba más de un pueblo próspero en ganadería mayor. Pero aquel sitio, un tanto en tinieblas, dejaba mucho que desear. Estábamos ahí cinco, incluyendo el hombrecillo que se dedicaría minutos después a maniobrar con excelencia el hacha y cuchillo para desaparecer los restos de un animal de 350 kilos (más de 700 libras). Y así lo hizo.
La vaca, impresionante muestra de la excelente ganadería de don Pedro Lazo, fue llevada hasta el área de sangrado y degollada. Observé sus gestos desesperados, sus ojos vacíos, su último suspiro.
Después de eso aquel hombre de pequeña contextura con poco más de 30 años encima, hacía de las suyas, todo un profesional. Descueró y desprendió la cabeza, luego izó las extremidades y empezó a estampar el hacha en el pecho del cadáver. Posteriormente despellejó el cuerpo, cortó las patas, extrajo las vísceras. En ese momento recordé a mis amigos vegetarianos y traté de imaginar sus reacciones ante aquella escena. Solo por curiosidad.
En un corto plazo (pensé iba a ser mucho tiempo más) de casi cuatro horas, el trabajo estaba listo. En el piso habíamos detectado el paso de un grupo anterior de destazadores, uno que quizás estuvo desde antes de la medianoche; la sangre lo evidenciaba. Una placenta con lo que hubiese sido un ternero capturó mi atención y más cuando lo embuchacó en su saco el encargado del Rastro.
—¿Y eso para qué lo agarra? —le pregunté.
—Qué creés que comés cuando te hacés un pancito con mortadela —contestó.
Ya Sergio y Aníbal habían empacado en termos todas las partes de la res, listas para ir a venderlas al pueblo y generar buenas ganancias. Es un negocio rentable. Hasta el cuero se había empacado en un saco.
A las siete de la mañana la mesita estaba preparada. La venta de carne de calidad estaba lista. Con taza de café en mano empecé a admirar como poco a poco la gente se acercaba y empezaba a comprar. Algunos desde las necesidades básicas para alimentar a su familia, otros para el negocio de la fritanga. Incluso hay quienes llegaban por el bazo para sus perros. Y pensar que apenas ayer, esa “vaca” que desaparecía de la mesita de libra en libra, era un ser vivo que pastaba tranquilamente en ese pueblecito de La Libertad, Chontales.
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