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Vivamos como hijos de la luz

Dios es luz y los cristianos debemos comportarnos como hijos de la luz. San Pablo subraya que el cristiano es una creatura nueva que ha pasado de las tinieblas a la luz: Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor.

PRESBÍTERO MARIO SANDOVAL

Dios es luz y los cristianos debemos comportarnos como hijos de la luz. San Pablo subraya que el cristiano es una creatura nueva que ha pasado de las tinieblas a la luz: Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor.

Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Así pues, el cristiano, debe comportarse como hijo de la luz, su tarea no es pequeña, ni indiferente. Su fe debe llevarlo a tomar parte con responsabilidad en las realidades temporales. Debe superar uno de los más graves errores de nuestra época: el divorcio entre la fe y la vida diaria. No es poco lo que Dios mismo ha puesto en sus manos, ni pequeña su responsabilidad en la construcción del mundo.

Los frutos que debe dar como hijo de la luz son: amor, justicia y verdad. Los primeros cristianos, aun en medio de persecuciones, entendieron muy bien que tenían que ser luz. Sabían que eran un “pequeño rebaño” en medio de un mundo paganizado y sentían vivamente su responsabilidad de iluminar, de ser fermento y de comunicar la “buena nueva”.

Hoy día corremos el riesgo de convertirnos en profesionales de las palabras, elaborando discursos muy bonitos que halagan a la gente al igual que los discursos populistas de los políticos, de cuidar extremadamente la imagen que presentamos ante los demás, sobre todo, ante los medios de comunicación, para que digan que soy mejor que los otros, buscamos brillar ante los hombres sin importar muchas veces lo que Dios piense de mi.

El obispo, sacerdote y todo cristiano obra en el mundo y debe hacer que sus obras brillen ante los hombres, pero debe hacer esto con el único deseo de “dar Gloria a Dios”. El discípulo de Cristo no puede buscar su propia gloria, sino la gloria del Padre celestial, las buenas obras no son para que nos admiren, nos reconozcan o nos alaben. Todo eso es gloria y vanidad humana que se esfuma.

El cristiano, por ello, debe ser un hombre humilde, un “hombre de Dios”. Desprendido y olvidado de sí mismo. Como San Pablo debe hacer notar que “no se presenta ante el mundo con una sabiduría y persuasión humana, sino débil y solo con el poder del Espíritu”. Cuando el cristiano busca su propia gloria y el reconocimiento de las personas, su apostolado se desvirtúa, se convierte en sal que ha perdido su capacidad de dar sabor; se ha hecho luz que no ilumina; ciudad escondida que no sirve de orientación.

Es enorme la tentación de procurar la propia gloria por encima de la gloria de Dios presentando ante los demás una falsa humildad, una falsa verdad, y una falsa caridad. Por la gracia de Dios aún hay personas que por su caridad sin límites cautivan nuestro aprecio y estima. Son sacerdotes, religiosos, hombres y mujeres, consagrados, laicos… que viven en actitud de servicio desinteresado a los demás. Son personas que encontramos en los hospitales, en los hogares, en la escuela y en la industria, profesores y trabajadores, etc. Su caridad, a pesar de sus fallos personales, no tiene límites.

Por una parte debemos abrir nuestros ojos a esta realidad y descubrir todo lo bello y bueno que hay en el mundo.

En mi familia, en mi trabajo, en la construcción de la sociedad civil, yo debo ser fermento de vida cristiana y de amor cristiano. Cada día, cada minuto que yo deje pasar por egoísmo o pereza, será un día perdido, una ocasión fallida. Por el contrario, cada acto de amor y caridad que yo haga, hará grande al mundo, revelará el rostro de Dios.

Religión y Fe hijos luz

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