Por Amalia del Cid
Todos saben dónde hallarlo. Se mantiene encerrado en un húmedo baño de ladrillos rojos para sobrevivir al calor y a la pena de caminar a tientas por el patio lleno de trastos, raíces y pollos. La “ceguera blanca” de “Chico” Granados comenzó hace más de siete años, cuando en León recién se escuchaba la hoy tristemente célebre palabra “metanol”.
El nombre de Francisco “Chico” Granados apareció en los diarios nacionales en noviembre de 2006, cuando se presentó como primer testigo de la Fiscalía Departamental de León. Ante el jurado narró la historia de cómo quedó ciego tras echarse unos tragos de lo que él creyó era guarón.
La desgracia ocurrió en septiembre. 52 personas murieron y unas 750 se intoxicaron con metanol, según registros del Ministerio de Salud (en otros documentos se habla de 48 fallecidos). Además, de acuerdo con el expediente judicial del caso, cuatro perdieron la vista y ocho sufrieron pérdidas unilaterales de la visión.
En esos días tristes, comentan los leoneses, las procesiones fúnebres se cruzaban camino al cementerio y en el hospital de la ciudad se agotó la capacidad del personal médico.
José Ángel Rodríguez, el “Changuelo”, y los hermanos Marcia y Reynaldo O’Connor, los “O’connores”, aparecían en cada conversación de mercado y esquina, cuando el sistema judicial ya los procesaba como responsables de la tragedia.
Se había corrido la voz: “Todo el guaro de León está envenenado”. Y “Chico” Granados algo había escuchado sobre “los muertos del mar”, las primeras tres víctimas del metanol, en Poneloya. Pero nada lo salvó. Tampoco a Víctor Carvajal, el cargador de bultos. Ni a Alejandro Lacayo, el pescador que hace siete años y siete meses vio por última vez el mar.
EL “BOLUDO”
Volvía de la bocana de Poneloya, cuando escuchó que lo llamaban por su mote:
—¡Oe, “Boludo”! ¿Andás tomando?
—Me quité la goma. Una media entre dos —respondió Alejandro Lacayo, vigoroso pescador de pargos y ureles y gran amante del aguardiente.
—¡Ahhh, pues vos vas envenenado! Aquí en Poneloya está todo el metanol, todo el guaro está envenenado. Ya se enterró a la Pastora y al hijo. Y varios puncheros han muerto —le advirtieron.
—¡Vos ta’s loco! —replicó apurado, porque ya quería llegar a su rancho. No quiso comer, encendió un cigarrillo y se acostó en una hamaca.
Ahí lo encontró su amigo. Lo había seguido para asegurarse de que todo estaba en orden, y al verlo mareado, le dijo:
—“Boludo”, mudate que vos estás envenenado.
Lo último que sus ojos vieron fue el rostro de sus hijas. Una vez trasladado al Hospital Lenín Fonseca, en Managua, Alejandro le solicitó a una hermana:
—Sacame… Yo ya no miro.
Percibió los pálidos reflejos de un bombillo y nada más. “Ya estaba ciego”, recuerda, apoyando la frente en su bastón. Después se queja de que nadie, ni el Gobierno ni organizaciones ni almas caritativas, le han tendido una mano. “Ni una pastilla me han dado”, dice indignado.
—¿Ya no bebe?
—¡Ni quiera Dios! ¡Ni que vuelva a nacer! ¡Detesto eso! —exclama arrugando la frente. Y alza la mirada vacía hacia el techo.
Aún a veces cree distinguir manchas blancas cuando cerca de él pasan objetos grandes. “Son bultos, como cuando a uno lo asustan”, describe. Valiéndose de esa pequeña ventaja va a visitar a sus hermanas, para no quedarse encerrado en casa. Debe hacerse cargo de sí mismo. Los doctores ya le dijeron que su ceguera es irreversible.
Sin embargo, las secuelas del metanol van más allá de la pérdida de la vista. Alejandro, hoy de 59 años, padece de insuficiencia renal, anemia, artritis y sufre de muchos dolores de cabeza, asegura su hermana Nora Alonso, que es enfermera en el Hospital Bertha Calderón.
También le duele el mar. Lo extraña. Pero cada vez que quiere volver, sus hermanas protestan: “Nada tenés que ir a hacer, vos ya no mirás”.
Hace un mes logró darse un chapuzón en Poneloya. “El mar estaba repuntando”, sonríe.
Según ella, “Changuelo” compró legalmente los barriles de metanol y los vendió advirtiendo que se trataba de una sustancia tóxica.
Si él realmente hubiera sido culpable, ¿se hubiera quedado en su casa esperando que la Policía llegara a buscarlo? No, no lo hubiera hecho, se responde a sí misma. “Él tuvo suficiente tiempo para volarse” y no lo hizo, dice.
Los hermanos Edwin y Marcia Lorena O’connor recibieron una condena de 23 años de cárcel. Y la misma pena fue dada a Denis Salgado Moreno y los hermanos Marvin y Flavio Centeno Darce, por ser “cooperadores necesarios”.
Alfonso Martínez Quedo, propietario de una famosa cantina, fue condenado a 18 años de prisión y Francisco Javier Rodríguez, hijo de “Changuelo”, a 10 años y seis meses. Doña Ana Mercedes dice que su hijo es inocente.
En 2010 la Corte Suprema de Justicia reafirmó las penas de los ocho procesados.
“CEGUERA BLANCA”
Si se queda quieto, muy quieto, si no mueve un músculo y apenas respira, puede que un diminuto “arrocero” se pose sobre su cabeza o haga estación en sus hombros. Ha ocurrido varias veces. En el puesto donde mendiga, hasta el pájaro más avispado podría confundir a Víctor Carvajal con un poste. O eso cree él.
Fue un 7 de septiembre. Lo recuerda con lujo de detalles, porque tiene una memoria prodigiosa y porque ese día la vida le cambió para siempre. A fin de quitarse el temblorín de la goma, se compró un cuarto de guarón en bolsa y como cada mañana del mundo se fue a trabajar al mercado Santos Bárcenas, donde acarreaba bultos y ahora pide para comer.
Más tarde, cansado por el corre corre de la faena, se acordó del guarón. Aunque ya había decenas de intoxicados en León, él todavía no sabía del metanol. Apurado, exprimió la bolsa, porque un amigo le avisó: “Ahí está la Policía. Andan quitando el guaro”.
No caminó lejos. Tenía la piel roja, temblaba y sentía que se quemaba por dentro. Al llegar al portón del mercado, cayó preso de un ataque de vómito. Y por esas ironías de la vida o de Dios, nunca se sabe, una patrulla de la Policía lo recogió.
—¡Subite! —le ordenó un oficial.
—Pa’ qué, no jodás. Qué de a verga son ustedes. Hay jodidos “huelepegas” que andan robando ahí y a mí que me estoy muriendo me llevan preso —protestó Víctor. El policía respondió:
—Pues sí, gran pendejo, porque te estás muriendo te llevamos.
Despertó tres días más tarde en el Hospital Lenín Fonseca, en Managua. Abrió los ojos y llamó angustiado: “¡Oe, doctoooor! ¡Doctoooor, solo porque soy de León me dejan en este cuarto oscuro!” El médico se acercó y le soltó a quemarropa: “A este el metanol lo dejó ciego”.
Tampoco bebe ya. Hoy tiene 58 años y su ceguera es blanca, igual que la de Alejandro Lacayo y la de “Chico” Granados”. Los tres dicen ver manchas y nubes blancas. Pero es algo que “solo está en su cabeza”, una jugada de la memoria, explica el doctor Neri Olivas Castro, médico internista. Es, dice, como cuando a una persona le sigue “doliendo” una pierna amputada. Pero a fin de cuentas, afirma, aunque sea tan subjetivo, es válido que crean ver algo.
Según Víctor, desde que salió del hospital solo mira claridad, tanta que en un inicio le costaba conciliar el sueño. De vez en cuando, Benita, una amiga, lo lleva a dar paseos por la plaza. Le va contando si el día está gris o dorado, si hay un nuevo arbusto en el parque o un nuevo farol frente a la catedral.
CINCO BARRILES
A fines de la primera semana de septiembre, toda la ciudad estaba avisada: la gente se estaba muriendo por consumir guaro adulterado con metanol. A mediados de mes, ya era de sobra conocida la participación del “Changuelo” y los “O’connores’.
Se supo que a finales de agosto de 2006 el “Changuelo” asaltó una pipa de la empresa Quibor. Cinco barriles de metanol fueron “ordeñados” y vendidos a los hermanos O’Connor, cuya familia llevaba tres décadas viviendo de la venta de guaro. El primer guarón envenenado se sirvió en Poneloya, en la licorería Estela de los Mares, de la madre de los “O’connores”. Y el primer muerto fue, precisamente, el catador de la familia. Pero en ese momento no se creyó que su fallecimiento se debiera al licor.
“Por aquí vivían los ‘O’connores’, en el barrio San Felipe”, cuenta Martha Espinoza, de 60 años. Tiene la voz asustada, porque no le sienta bien escuchar la palabra “metanol”. “Eso fue horrible, feo, feo. Eran muertos y muertos”, explica.
Pese a la emergencia, en las velas de quienes fallecían envenenados, otros leoneses bebían metanol y a la noche siguiente también eran velados. Doña Martha se acuerda especialmente de la vela de “El Tuco”, Salvador Chávez, un joven flaco, gran bebedor, pero de amables modales, según los vecinos.
“Al menos tres de los que estuvieron tomando ahí han muerto”, afirma doña Martha. Uno de ellos, dice, fue Allan Tobal, quien murió el 8 de septiembre a los 28 años. “Y mire, qué muchacho tan formal y de buena familia era”.
“Es como si los estuviera viendo”, relata Guillermo García, que sabe la vida y milagro del pueblo. “Los muchachos estaban ahí sentados, bebiendo a mitad de la calle”. Él los regañó:
—¡El que estamos velando murió de eso! ¡Y hay alerta roja!
—No… El que va a morir, va a morir —recuerda que respondieron.
La mañana de ese mismo día había visto a “El Tuco” agarrándose de las paredes de las casas del barrio, porque ya no miraba. Cuando era medianoche, calcula, también Allan Tobal murió.
“CHICO” GRANADOS
Cuando siente que son las 2:00 de la tarde, “Chico” Granados, de 71 años, toma un baño y al fin abandona el frescor de los ladrillos rojos. Camina guiándose a golpes de palo de escoba y se acuesta en una hamaca. Lo mismo todos los días. Parece mentira que hace unos años fue un albañil enérgico que no dejaba pasar un “rumbo”.
La mañana de su desgracia volvía del cementerio, adonde fue con un colega para hacer “un cuadro de muertecito”. No construyeron nada, pero al regreso pasaron echándose unos tragos. Por la noche, cuando sus nietos le dieron la cena, ya no miraba el plato. Sin embargo, todos creyeron que eran cosas “de la goma”.
A las 4:00 de la mañana, cuando lo despertó el llamado del hombre del pan, se dio cuenta de que estaba ciego. “¡Juepuuuuuutaa, no miro!”, exclamó antes de caer al suelo.
Ahora vive gracias a la familia de su único hijo y sin ayuda del Estado. Su ceguera “ya va sobre los ocho años”. Antes miraba sombras, dice, pero de un tiempo acá se le ha ido apagando la vista. Ya solo ve “nubes blancas”.
Por hoy, todavía le queda tiempo para seguir refugiado en el baño, escuchando las noticias en un radito afónico. Se queda con sus recuerdos, su boca fruncida y sus ojos atónitos.
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